Pbro. Jorge H Leiva
La esperanza y la cruz
Cuando preguntamos por qué murió Jesús en la cruz respondemos en seguida que fue para
salvarnos y la respuesta es correcta. Sin embargo, hay que señalar que el Padre Eterno no es
sádico y que tuvo complacencia en su Hijo Amado: al Padre le gustaba el amor de su Hijo,
pero ante el dolor de su Hijo se estremecía de modo que el amor nos “explica” el dolor.
Digamos en segundo lugar que las razones de la muerte obedecieron también la manera con
que se mueve el poder despótico. Las violencias de turno tienen casi siempre una dinámica
parecida que está enraizado en el corazón desordenado de la humanidad y en ciertas
corrientes ideológicas de moda que pretenden legitimar las violencias de turno.
Es decir, cuando se instala la violencia en el corazón de las personas y de los grupos se
buscan las razones para levantar la mano violenta contra el hermano de manera que las
emociones desordenadas terminan deteriorando los modos de pensar; lo cual atenta incluso
con aquella máxima tan conocida y sencilla que dice “no le hagas a los demás lo que no te
gusta que te hagan a vos”.
El sabio pensador de tradición judía del siglo XX llamado Erich Fromm ponía a sus
lectores y oyentes en guardia con lo que él llamaba la “idolatría del status”.
¿Qué quiere decir esto? Como los seres humanos necesitamos tender hacia lo más grande,
lo más bello y verdadero, cuando perdemos el rumbo nos dejamos encandilar por falsos
dioses a los que llamamos “ídolos”. Puede ser que en un momento el grupo humano al que
pertenezco me fascine tanto que pase a ser una especie de divinidad a la que le entrego mi
mente, mi corazón, mi voluntad y mi libertad encandilado con la ilusión de pertenecer a un
grupo.
Es probable entonces que las autoridades del pueblo de Jesús, en su tiempo hayan estado
deslumbrados por el grupo de pertenencia hasta tal punto que habían perdido la capacidad
de creerle al verdadero Dios distraídos en hacerse homenajes los unos a los otros. Sabia e
irónicamente describió Juan evangelista esta realidad poniendo en boca de Jesús estas
palabras: “¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se
preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?”.
Es que el Maestro divino tuvo la osadía de poner en evidencia que en su tiempo las
autoridades no usaban las leyes para promocionar a pobres, débiles y sufrientes, sino que lo
hacían para encumbrarse a ellos mismos y nada menos que en nombre de aquel que había
liberados esclavos en el éxodo. Entonces lo acusaron con malicia diciendo que violaba el
sábado, y que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Para peor a los romanos que ocupaban aquellas tierras representados por Pilato nos les
gustaba se armaran revoluciones y menos en Pascua.
En aquel 14 de Nisán, Pascua de hebreos, se produjo una conjunción de factores que,
conforme a la perversa lógica de la violencia, culminaron con la muerte del Maestro de
Galilea tan amado por las multitudes. Ahora bien: Quienes creían que le arrebataban la vida
no tuvieron la última palabra ya que Él había dicho que nadie le quitaba la vida, sino que la
daba voluntariamente. Además, la noche de su pasión había dado a entender con gestos y
palabras que entregaba su vida como pan partido: lo que era un robo se transformó en una
ofrenda. Y el Padre lo resucitó.
Me pregunto en esta semana: ¿Dónde pongo yo mi esperanza?, ¿en el engañoso poder
despótico que me hace esclavo?, ¿en la elite que me da seguridad ilusoria?, ¿o en la verdad
que hace libre y en la ternura que me hace “artesano de unidad”?