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La función social de la educación secundaria en el contexto actual
En el marco de la serie de publicaciones académicas en El Debate Pregón, compartimos a continuación un ensayo de Exequiel Rion, escrito para una cátedra del Profesorado de Historia del Instituto Leloir.
La escuela secundaria, como institución social, no puede desligarse de los conflictos y tensiones que atraviesan la sociedad en su conjunto. En un presente marcado por la desigualdad estructural, la fragmentación del lazo social y la presión por adaptar la educación a los requerimientos del mercado, preguntarse por su función social implica tomar postura. A lo largo de este trabajo se sostiene que la escuela debe ser, antes que nada, un espacio público y común en el que se ejerza la igualdad como principio y no como promesa, donde se formen sujetos capaces de pensar críticamente, participar activamente en la vida democrática y transformar su realidad.
Este enfoque se apoya en distintas perspectivas teóricas. Diego Tatián (2010) plantea que la igualdad no debe entenderse como un resultado a alcanzar, sino como una decisión que se activa en el presente. Simons y Masschelein (2014) insisten en que lo escolar debe garantizar un tiempo y un espacio desligado de las urgencias del rendimiento, donde lo que se comparte —el saber, la palabra, la cultura— adquiera el valor de bien común. Adriana Fontana (2015), desde su trabajo con experiencias escolares concretas, señala que la igualdad no es una estructura instalada, sino una posibilidad que se construye en lo cotidiano. Y Ángel Pérez Gómez (1995) advierte sobre el peligro de que la escuela consolide una ideología que naturaliza la desigualdad, disfrazándola de mérito.
Desde esta perspectiva, el ensayo que sigue se propone desarrollar una mirada crítica y comprometida sobre el rol de la escuela secundaria en el contexto actual, con la convicción de que educar no es simplemente enseñar contenidos, sino crear condiciones para que cada estudiante pueda comenzar, participar, decir y construir junto a otros una vida más justa y habitable.
La función social de la educación secundaria en el contexto actual
En el contexto actual, atravesado por desigualdades estructurales que se profundizan día a día, considero que la función social de la escuela secundaria debe ser la de formar sujetos políticos, sensibles y reflexivos, capaces no sólo de adaptarse al mundo, sino de imaginarlo de otra manera. No se trata de reducir su rol a la transmisión de contenidos o a la preparación para el empleo, sino de habilitar experiencias educativas que despierten la capacidad de pensar, de disentir, de crear y de convivir en una sociedad más justa. Para eso, resulta fundamental entender la igualdad no como un objetivo lejano, sino como una práctica cotidiana que se ejerce en el presente.
En ese sentido, Diego Tatián señala que “la igualdad no se pide ni se merece; se toma conciencia de ella, se activa y se ejerce” (Taitán, 2010, párr. 6). Este planteo invita a pensar a la escuela como un espacio en el que la igualdad no es un premio que se alcanza si se cumplen ciertas condiciones, sino un punto de partida desde el cual toda práctica educativa debería construirse. Cuando se parte de la idea de que todos los estudiantes tienen la misma capacidad para aprender, expresarse y comprender el mundo, el vínculo pedagógico se transforma: ya no se trata de “nivelar” desde arriba o compensar deficiencias, sino de reconocer en cada estudiante un sujeto pleno, con derecho al saber.
Sin embargo, muchas veces la escuela secundaria sigue operando desde lógicas meritocráticas que refuerzan desigualdades de origen. Tal como advierte Pérez Gómez, “la escuela transmite y consolida [...] una ideología cuyos valores son el individualismo, la competitividad y la insolidaridad” (Perez, 1995, pág. 4). Se instala así la creencia de que cada quien llega hasta donde puede por mérito propio, cuando en realidad el punto de partida no es igual para todos, y la escuela debería intervenir justamente para modificar ese punto de partida, no para justificarlo.
Frente a esa realidad, el desafío es construir una escuela que no se limite a reproducir el orden social vigente, sino que se declare como un espacio de interrupción, donde se suspendan las jerarquías que naturalizan la exclusión y se habiliten otras formas de vinculación, de enseñanza y de reconocimiento. Como afirma Adriana Fontana (2015), la igualdad no es un dato ni una estructura establecida, sino “una posibilidad que la escuela puede darse”. Esa posibilidad, sin embargo, no es automática: requiere decisiones pedagógicas e institucionales que hagan lugar a todos, sin distinción, sin predicciones previas sobre quién puede y quién no puede aprender.
Una escuela secundaria comprometida con la igualdad no puede pensarse sólo como una herramienta de movilidad social o como un peldaño hacia el mundo del trabajo. Su función social es mucho más compleja y profunda: debe convertirse en un espacio público donde el conocimiento se comparta como bien común y donde todos los estudiantes, sin excepción, tengan la posibilidad de comenzar, de tomar la palabra, de hacerse oír y de participar en la construcción del mundo que habitan.
En esta línea, Simons y Masschelein sostienen que la escuela tiene un valor radical: “proporciona a cada cual, independientemente de sus antecedentes, de su aptitud o de su talento natural, el tiempo y el espacio para abandonar su entorno conocido, para alzarse sobre sí mismo y para renovar el mundo” (Simons & Maschelein, 2014, pág 12). Esto implica que la escuela no debe limitarse a preparar a los estudiantes para insertarse en lo que ya existe, sino que debe ofrecerles la posibilidad de pensar lo que no está dado, de imaginar otros futuros posibles.
Esa es, precisamente, la dimensión política de la escuela: no en el sentido partidario, sino en el sentido profundo de habilitar la participación, el pensamiento crítico, el disenso. Una escuela que activa la igualdad no distribuye conocimiento en función del mérito ni selecciona quién lo merece. Lo ofrece a todos, porque parte de la idea —como planteaba Tatián— de que cualquiera puede pensar, cualquiera puede aprender, cualquiera puede emanciparse.
Pero para que esto sea posible, es necesario desarmar muchas de las prácticas arraigadas que sostienen desigualdades dentro de la institución. Adriana Fontana lo expresa con fuerza cuando recupera las voces de docentes que hablan de “desatar nudos” (Fontana, 2015) al interior de la escuela: prejuicios, expectativas, formas naturalizadas de clasificar a los estudiantes, que deben ser desmontadas para que la igualdad sea algo más que una consigna. Esa tarea no es espectacular ni inmediata: requiere tiempo, sensibilidad y responsabilidad por parte de los educadores y del sistema en su conjunto.
Una escuela secundaria que asuma esta tarea no será necesariamente más eficiente en términos de resultados estandarizados, pero sí será más justa. Será una escuela donde los estudiantes se reconozcan como herederos de una cultura compartida, con derecho a acceder a la palabra, al arte, a la ciencia, al pensamiento crítico. Una escuela donde no se los prepare solo para adaptarse, sino también —y, sobre todo— para cambiar lo que debe ser cambiado.
En definitiva, la función social de la escuela secundaria hoy no puede reducirse a preparar trabajadores o a producir competencias útiles para el mercado. Tiene que ser un espacio para ejercer la igualdad, para pensar en comunidad, para formar sujetos que se animen a decir “esto puede ser de otra manera”. Esa es la tarea más urgente y más noble que puede asumir una escuela en tiempos de desigualdad.
Más allá de la transmisión de saberes o del acceso a derechos formales, la escuela secundaria debe ser hoy también un espacio de construcción colectiva, donde se aprenda a vivir con otros, a compartir, a convivir en la diferencia. En un contexto atravesado por la fragmentación social, el aislamiento individual y la lógica de la competencia permanente, el valor político de la escuela radica en ofrecer una experiencia diferente: la experiencia de lo común.
Este aspecto muchas veces es subestimado o invisibilizado por las agendas educativas que priorizan los resultados, los estándares, la empleabilidad o las competencias. Pero si nos limitamos a esos objetivos, corremos el riesgo de convertir la escuela en una fábrica de rendimiento que, bajo una aparente neutralidad, refuerza las lógicas de exclusión y meritocracia propias del sistema neoliberal. En cambio, una escuela que asume su función social como construcción de comunidad ofrece algo que el mercado no puede dar: un lugar donde la presencia del otro no es una amenaza, sino una condición para el aprendizaje.
Simons y Masschelein (2014) afirman que la escuela debe ofrecer “tiempo libre”, no en el sentido de ocio pasivo, sino como una suspensión de las urgencias del mundo exterior: del consumo, del éxito, del rendimiento constante. Esa suspensión es profundamente política, porque permite a los estudiantes salir de sus determinaciones sociales, pensar desde otro lugar, mirar el mundo sin estar sujetos únicamente a la utilidad inmediata. En ese sentido, la escuela no solo educa para el futuro, sino que crea un presente distinto, más habitable, más justo, más humano.
Esta dimensión ética y política de lo escolar exige también una revisión profunda de los vínculos institucionales. No hay experiencia de igualdad posible si el aula está atravesada por la desconfianza, el control o la amenaza constante de la expulsión simbólica. Para que la igualdad se ejerza, como propone Tatián, no basta con declararla: hay que sostenerla en prácticas concretas, cotidianas, que reconozcan a los estudiantes como interlocutores válidos, como personas capaces de pensar y de decir algo propio.
Por eso, el rol docente se transforma: no se trata solamente de enseñar contenidos, sino de crear las condiciones para que cada estudiante se sienta parte, se reconozca como sujeto y pueda ejercer su derecho a la palabra. La autoridad pedagógica no se basa en el control ni en la jerarquía, sino en la responsabilidad de sostener el lazo con quienes muchas veces han sido expulsados del lenguaje, del saber, de las expectativas sociales. Como sostiene Fontana, “la confianza es transitiva” (Fontana, 2015, pág. 15): confiar en los estudiantes genera condiciones para que ellos también confíen en su propio derecho a aprender y a formar parte de un mundo común.
La función social de la escuela secundaria en el presente no puede ser entendida sólo desde lo instrumental o lo adaptativo. Tiene que asumir un compromiso activo con la igualdad, no como una consigna abstracta, sino como una práctica diaria de inclusión, de cuidado, de palabra compartida. Tiene que sostenerse como espacio público, como refugio frente al cinismo, como lugar donde lo humano —lo profundamente humano— todavía tenga lugar.
Hoy más que nunca, la escuela secundaria debe ser pensada como una apuesta colectiva. No es solo un edificio ni un conjunto de materias; es un entramado de vínculos, decisiones y gestos cotidianos que pueden marcar la diferencia en la vida de quienes la transitan. Su función social no se limita a enseñar contenidos, sino que radica en ofrecer una experiencia vital donde los jóvenes puedan sentirse parte, construir una voz propia y reconocer que su presencia tiene valor.
En un tiempo en el que tantas instituciones fallan en su promesa de inclusión, la escuela aún guarda una potencia silenciosa: la posibilidad de abrir caminos donde antes había muros. No será perfecta, ni resolverá por sí sola todas las injusticias, pero puede ser el primer lugar donde alguien escuche, donde alguien crea, donde alguien empiece a mirarse distinto. Por eso, defender la escuela es también defender la idea de que el futuro no está escrito, y que educar es, en el fondo, un acto de esperanza.
Bibliografía
Fontana, A. (2015). La escuela, un lugar posible para la experiencia de la igualdad. Educar en Córdoba, 12-16.
Perez, G. A. (1995). Las funciones sociales de la escuela: de la reconstrucción crítica del conocimiento y la experiencia. Madrid: Morata.
Simons, M. M. (2014). ¿Qué es lo escolar? En Defensa de la escuela pública Una cuestión pública (págs. 28-63). Buenos Aires: Miño y Dávila.
Taitán, D. (2010). Igualdad como declaración. Cuadernos de INADI N° 3.