Gualeyos por el Mundo
Rocío Barel: “Vivir Miami Beach”

No contactamos con Rocío Barel que reside en Miami Beach, un lugar en el que no imaginaba vivir, pero que el destino determinó lo contrario. Con un estilo muy ágil comenta el ritmo de vida de esa ciudad vertiginosa en la que ella define su trabajo como marinera o stew, que es como una azafata pero de viajes privados en barco. Compartimos su experiencia.
“Por favor, no se olviden del toilet paper en el garbage can” concluyo, casi por reflejo, y alguien murmura “papel higiénico en el cesto de basura”. Así completo el speech de mi capitán antes de salir del puerto. Mi cerebro cae en estas contradicciones a diario, víctima de la paradoja en la que vivo.

Por cuestiones más bien del azar y no de los planes llevo seis años en Miami Beach, una ciudad de puro contraste. El mar cálido y las palmeras invitan a relajarse en este paraíso natural. Tan solo a unos metros se impone el necesario cemento, que crece a diario como el impacto de las redes sociales. Jamás habría podido imaginar vivir acá, sobre todo porque soy nacida y criada en la mejor ciudad del mundo: Buenos Aires. Tan buenos son sus aires que hasta puedo llegar a Gualeguay, donde están mi familia y amistades, en solo tres horas.

En ese hormigón y playa se gesta el sueño americano, que de americano tiene todo, pues somos casi todos latinoamericanos. Y también hay mucho sueño porque estamos muy cansados. La migración puede hacerse cuesta arriba, y en esa vorágine damos batalla. En esa lucha la creatividad me echó una mano y empecé a trabajaren yates. Soy marinera o stew, que es como una azafata pero de viajes privados en barco. Me encuentro con despedidas de soltera, bautizos, cumpleaños, rituales yorubas, graduaciones... Mis compañeros de trabajo son cubanos y argentinos en su mayoría. ¡Esos contrastes sí se pueden ver!
La comunidad paisana aquí es bien grande y no por nada está concentrada en la playa, en Miami Beach. No como facturas casi nunca pero por algún motivo me da paz saber que tengo varias panaderías a la redonda. En especial en la época de huracanes donde los días grises abundan y me quiero acurrucar en el refugio y privilegio que es mi hogar, donde me esperan mi marido y mis tres gatos con unos matecitos.
Una tarde cualquiera me siento en un café en el río de Miami después de ordenar mi cappuccino habitual. Camila, la cajera, es de Venezuela y siempre anda contenta. Ahí mismo puedo verlos. Al Este, una familia numerosa disfrutando y al Oeste, un joven más bien estresado porque sus tomas no son perfectas. De pronto, el “crypto bro” influencer frustrado se incorpora con rumbo al parqueo y recoge su auto de lujo rentado y acelera. Va directo a su departamento de una habitación que comparte con tres personas más que en realidad desconoce.

El parecido inadvertido en estos comensales es inquietante. Ninguno de ellos nació en este país, a excepción de los más pequeños. Todos deben convivir un poco comprimidos si de verdad desean conservar sus lujos que, para algunos serán las vistas a los edificios modernos de Brickell; para otros, una heladera que fabrica cubitos de hielo a diario, artefacto totalmente impensado y hasta sobrenatural en La Habana.
Volviendo a casa dejo la Vespa en su lugar sin dejar de notar cómo la sal corroyó algunas de sus partes metálicas. En protesta balbuceo algunas palabrotas para mis adentros, bien propio de mi adn criollo. El sol empieza a brillar por lo bajo, haciéndose fuego en los edificios y en el agua de la bahía, también llena de arena y de sal. Ahora también llevo la arena y la sal pegada, para bien y para mal, tanto como mi argentinidad.