Razón crítica
La política convertida en rock: Milei en el Movistar Arena.
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Hay escenas que condensan una época. La de un presidente sobre un escenario con luces estroboscópicas, micrófono en mano, gritando himnos de rebelión entre pantallas de fuego digital, junto a una banda de rock, mientras una multitud lo ovaciona con éxtasis casi religioso, pertenece a esa clase de imágenes que dicen más que cualquier decreto. Lo que ocurrió el pasado 6 de octubre en Capital Federal, en el Movistar Arena, cuando Javier Milei presentó su libro “La Construcción del Milagro" en formato de concierto, no fue simplemente un acto político ni un recital: fue una puesta en escena del poder político convertido en espectáculo.
Lo que el pensador francés, Guy Debord, anticipó en “La sociedad del espectáculo” (1967) parece haberse encarnado, con precisión quirúrgica, en ese escenario porteño. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes”, escribió. Medio siglo después, esa relación domina la política argentina con una evidencia casi brutal: gobernar ya no consiste en construir realidad, sino en sostener una narrativa visual capaz de sustituirla.
El Estado como escenario.
Debord sostenía que el capitalismo avanzado había logrado un desplazamiento fundamental: el de la experiencia vivida por la representación. El mundo, decía, se ha vuelto una serie de imágenes que se miran en lugar de vivirse. En el Movistar Arena, la política se volvió precisamente eso: una imagen que se contempla.
Milei, enfundado en cuero negro y bañado en luces violetas, interpretó canciones de rock nacional frente a miles de simpatizantes que no asistieron a una presentación de libro, sino a un ritual de consagración. El contenido del texto era secundario; lo esencial era ver al líder, sentir su energía, participar del “mito”. En ese punto, la política abandona su dimensión racional y se funde con lo escénico, lo emocional, lo simbólico. La autoridad ya no se construye por la gestión, sino por la capacidad de generar un espectáculo conmovedor.
No es la destrucción del Estado desde adentro como se prometió en aquella campaña del 2023, mas bien es el Estado convertido en escenario, en donde el poder político busca afirmarse a través del impacto estético.
La gestión cede su lugar a la escenografía. El discurso se transforma en performance. El presidente canta: no explica, no argumenta, sino que interpreta. Y su interpretación, paradójicamente, parece más eficaz que cualquier conferencia de prensa.
El público como espectador de su propio destino.
Debord advirtió que en la sociedad del espectáculo los sujetos dejan de ser protagonistas de su vida social para convertirse en espectadores pasivos de su propio destino. Lo que antes era participación política se transforma en consumo simbólico.
El público del Movistar Arena encarna ese desplazamiento: no asiste a debatir ni a interpelar, sino a contemplar. A sentir una comunión efímera con el líder–ídolo, a experimentar la ilusión de pertenecer a una épica que ya está escrita. Se participa a través del grito, del aplauso, del celular en alto. La escena es tan espectacular que nadie parece preguntarse qué hay detrás del telón: qué políticas concretas se esconden bajo el ruido eléctrico, qué silencios cubren las luces. Recordemos que mientras el show ocurría, Caputo estaba en Estados Unidos negociando herméticamente, nadie hasta ese momento sabía qué, con las autoridades del Tesoro de aquel país.
El espectáculo —decía Debord— no miente: simplemente reemplaza lo real por su simulacro. Y lo hace con eficacia hipnótica. En una Argentina ajetreada por la crisis, el presidente “rockero” funciona como anestesia colectiva, como distracción masiva ante la precariedad. La economía puede tambalear, pero la puesta en escena ofrece algo más poderoso: sentido. O al menos la ilusión de tenerlo.
El líder como mercancía.
El capitalismo espectacular convierte todo en imagen de consumo: incluso la política. En ese marco, Milei no se presenta solo como dirigente, sino como marca. La estética libertaria —cabellera desbordada, chaqueta de cuero, tono mesiánico— es un producto cuidadosamente diseñado para generar adhesión emocional. El rock, símbolo histórico de rebeldía, es reabsorbido por el poder: se vuelve forma vacía, gesto domesticado.
Debord lo explicó con claridad: cuando todo se transforma en mercancía, incluso la rebelión puede ser vendida. En el Movistar Arena, la transgresión se volvió coreografía; la ruptura, espectáculo. Y en ese espejo deformante, la política se despoja de su vocación transformadora para volverse mercancía audiovisual.
El resultado es inquietante: el gobernante se transforma en celebridad y el ciudadano en fan. Ya no hay debate público, sino fandom político. No hay contradicción ideológica, sino fidelidad emocional. El poder se mide en reproducciones, en trending topics, en aplausos digitales. Lo político se disuelve en lo viral.
La sustitución de la verdad por la imagen.
Debord escribió que en el espectáculo lo verdadero es un momento de lo falso. Esa frase, en el contexto actual, adquiere una precisión dolorosa.
En el show de Milei, los símbolos (la guitarra, la bandera, la palabra “milagro”, entre otros) producen un efecto de autenticidad que no necesita verificarse en la realidad. El líder no promete tanto hechos como emociones: el alivio de creer, por un instante, que la épica aún existe.
El espectáculo funciona como un bálsamo frente al desencanto. En una sociedad agobiada por los bajos ingresos, los tropiezos políticos internos y las fluctuaciones cambiarias, el presidente que canta y promete salvación encarna una fantasía de resurrección. No importa si los datos lo contradicen: el espectáculo no necesita coherencia, solo intensidad.
En ese punto la política se vuelve teología estética. Lo que se busca no es convencer, sino conmover. No se trata de argumentar, sino de encantar. No de gobernar, sino de representar.
El espectáculo como síntoma y como trampa.
No obstante, toda fascinación tiene un costo. La sociedad del espectáculo, advirtió Debord, no puede sostenerse indefinidamente porque su materia prima —la atención— se agota. Lo espectacular necesita renovarse, aumentar su dosis de dramatismo para mantener cautivo al espectador. Cuando el trueno se repite, deja de impresionar.
El riesgo político es evidente: el gobierno que se apoya en el espectáculo debe producir constantemente nuevas escenas de impacto para sobrevivir. Y cada nuevo acto —más grandilocuente, más polémico, más incendiario— erosiona un poco más la frontera entre la política y la ficción.
En ese sentido, el show del Movistar Arena puede leerse como una fuga hacia adelante: una manera de convertir la crisis en escenografía. Mientras los problemas estructurales se acumulan, el gobierno redobla la apuesta visual. La catarsis sustituye la gestión.
El espejo de nuestra época.
Sería un error, sin embargo, reducir el fenómeno a Milei. El espectáculo lo excede. Lo alimentan los medios, las redes, los algoritmos, los públicos que lo reproducen. Todos participamos —de un modo u otro— en esta gran dramaturgia donde la política se vuelve contenido, el contenido se vuelve tendencia y la tendencia se confunde con la verdad.
Lo que Debord denunció como alienación se ha transformado en hábito cultural. Vivimos para mirar y ser mirados. La vida pública es un escenario permanente donde cada gesto se calcula para ser reproducido. La sociedad del espectáculo no se impone desde arriba: se alimenta de nuestra atención.
En el fondo, el show del Movistar Arena no es sino el reflejo amplificado de una sociedad que necesita emociones antes que ideas, impacto antes que profundidad, vértigo antes que diálogo. Y mientras sigamos buscando líderes que nos hagan sentir más que pensar, la política seguirá su curso descendente hacia la lógica del entretenimiento.
Volver a lo real.
Guy Debord proponía recuperar la experiencia directa, romper la pasividad del espectador, reconquistar la vida como espacio de acción.
Esa sigue siendo, quizás, la tarea pendiente.
Frente a la espectacularización de la política, el desafío es volver a lo real: al trabajo, a la conversación, a la ética de lo cotidiano. Recordar que la democracia no se construye en el escenario sino en la calle, en las instituciones, en los vínculos que no necesitan luces ni micrófonos.
El espectáculo pasa, pero las consecuencias quedan.
Y cuando las luces del Movistar Arena se apagaron, quedó flotando una pregunta que no es solo para Milei, sino para todos nosotros: ¿seguimos viviendo en la realidad o ya no somos más que espectadores de su representación?.
Julián Lazo Stegeman