Poquita cosa
TENGO UNA FAMILIA NUMEROSA, con trece abuelos, cincuenta y dos tíos (entre legítimos, morganáticos, naturales, vivos y difuntos) y ciento veinticinco primos. Con todos mantengo buenas relaciones porque en mi casa lo primero fue el corazón lleno de sentimientos fraternales. Pero yo, sin descendencia, no por machorra (lo cual hubiera sido una indignidad), sino porque el destino me hizo soltera (una desgracia), estoy sola. Así que para compañía me agencié un loro al cual llamo Psittacus.
Lo elegí entre muchos ofrecidos en el mercado porque, aunque menos vistoso que otros, éste tiene la voz absolutamente fascinante de mi primo el vigésimo segundo, de quien siempre estuve enamorada. Desgraciadamente sin correspondencia, aunque en alguna ocasión, debo decirlo, tuvimos cierto entendimiento truncado por el azar que, para mi desgracia, desde siempre me hizo no sólo fea sino contrahecha. Por esta situación mis seres queridos de dicen Poquita cosa. Lo que vale es la belleza del alma, le expliqué en su momento a ese primo vigésimo segundo a quien todos llaman Javier, pero al que yo denomino Raivaj, porque me gustan las palabras al vesre, como dice mi tío el octavo, que es hombre de rioba. Y porque, además, me trae reminiscencias de la hindúes, y a mí, de la India, todo. Pero mi primo, en la emergencia, se lavó las manos, afirmó que lo sentía muchísimo, que todo había sido confusión promovida por la escasa visibilidad. Abundó en detalles, el muy desgraciado: aquella noche, en el jardín de mi abuela la décima, en la quinta de Chajarí, creyó tener enzarzada entre sus brazos a la Lita, o sea a mi prima la trigésima primera, la más conspicua de todas en cuanto a belleza. Con tanta noche encima y semejante arrebato, no pudo notar mi falta de decoro estético, es decir, ni cuenta se dio de que esta servidora sólo tiene un ojo y además desviado y que a mi pierna derecha le sobran cinco centímetros de los diez que la faltan a la izquierda. Pero estos son detalles, si bien auténticos, poco apropiados. Lo sustancial fue que se puso muy nervioso a raíz de la consecuencia de nuestro interludio nocturno y sentimental y con su decisión a mí me hizo bramar tanto de bronca como de dolor. El dolor se fue; la bronca no. Y yo, que seré poquita cosa, pero de palabra, juré que mi despecho no tomaría forma solamente verbal. La parentela me echó una mano en la ocasión, porque en mi casa todo se hace en familia. Mi tío el trigésimo octavo, soltero de estado y libertino de condición, tuvo l idea: una mezquindad que desbarató para siempre mi sueño de una familia sólidamente constituida. Con todo, debo decir que no fue espontáneo, porque desde la muerte de mi padre oficia de ídem con esta servidora, como es sabido sin madre desde la cuna. ¿Qué decidió para el bien de todos mi tío el trigésimo octavo? Pues mi permanencia en esta chacra del Ibicuy, Reijav lejos de mi vista y mi tía la vigésima cuarta como cuidadora. Los genes con ella tampoco fueron generosos: la pobre tenía una mano torcida de nacimiento; gracias a los esfuerzos de la medicina, devino amputada. Aunque el resto de mi tía es de primera calidad, la verdad fue que con este doble mutis por el foro, se privó de grave incomodidad una familia unida como la nuestra. Ellos decidieron lo ut supra referido. Yo decidí la compañía de Psittacus. Mi tía la vigésima cuarta, la tenencia de un perro, Manto negro, macho, me permití llamarlo Sredni Vashtar, como aquel dios hurón de Saki, por razones de mi amor a la India. Pero, por doméstica economía verbal, lo llamamos siempre Vashtar. A Psittacus le enseñé a perfeccionar el idioma de los hombres. A Vashtar me encargué de mantenerle los dientes blancos y los pensamientos rojos (como en el cuento de Saki). La familia no nos visita, pero nos manda fotos, diapositivas, cassettes y cuanto medio masivo de comunicación encuentra para que sepamos que ellos siguen bien, sanitos y felices. Hasta el desgraciado me mandó una grabación, con saludos. Yo aproveché para hacérsela escuchar a Psittacus, así mejora las modulaciones de su voz. Nuestra vida aquí, al margen de la región del mundo, se desliza tranquila, en un ecosistema perfecto. Leemos, hacemos dulces, bebemos infusiones de yuyos. Yo, que he conocido el amor, le cuento a mi tía sus destellos y negruras. Le digo cada cosa que ella, una marginada total al respecto, no tanto a consecuencia de su manquez sino por las trabas éticas de la familia, en ocasiones empalidece y en otras se arrebola. Una vez, después de intensas reflexiones, apuntó: hijas, esos recuerdos legitiman tu vida, pero joden la mía. Yo la entendí, y decidí aprovechar convenientemente tal turbación. Por los medios de comunicación familiares que he señalado, nos llegó la noticia. La esposa de Reivaj está por tener un hijo (digo esposa porque en mi familia está prohibido decir mujer). Debo aclarar que no es Lita, como se podía presumir dados los acontecimientos de público conocimiento, sino otra, una insulsa criatura venida de Olavarría, con la cual Reivaj me reemplazó en la cama. Aunque hablar de cama es un exceso, porque mi primo el vigésimo segundo sólo estuvo conmigo sobre el césped de la quinta de mi abuela la octava, en Chajarí. Yo bramé cuando supe la noticia: ésta es una de las ventajas de estar alejada del mundo: no se enfrían los sentimientos. Nuevamente sentí en carne viva la injusticia de que por un error estético (bah, dos), Reivaj me arruinara la vida. Fue entonces cuando intensifiqué el cuidado de la voz de Psittacus y de los dientes de Vashtar. Hasta que llegó el momento. De la partida fuimos los cuatro, porque el honor de todos estaba comprometido. Hemos llegado a formar una familia dentro de la familia y aquí cada uno tiene su participación efectiva, como en las buenas democracias. El plan ha sido perfecto. Mi tía la trigésima cuarta tocó el timbre en momentos en que, de acuerdo al previo relevamiento, sabíamos que ella estaba sola en su casa. Lo tocó con la mano izquierda, pobrecita, por razones de su manquez, pero sonó muy bien. Cuando la voz esperada de la insulsa de Olavarría preguntó "¿Quién es?", en actuación memorable Psittacus respondió "Javier" (si hubiera dicho Reivaj la susodicha no hubiera entendido). Entonces oímos la exclamación de alegre sorpresa por el regreso a destiempo, se ve, del esposo legítimo, se abrió la puerta, la contemplamos, redonda en su preñez y ausente ese aire de familia que nos identifica. Presumo que tenía noticias de mi existencia porque alcanzó a decir "Poquita cosa", antes de que Vashtar, de acuerdo a los preparativos ad hoc, ejerciera su dentellada más eficiente en el blanco cuello de la de Olavarría. A mí me correspondió, como toque final, el desparramo de relucientes begonias sobre el desamparo de ese río rojo que comenzó a escurrirse sobre el parquet; río, ay, tan semejante a aquél que un día brotó de mi vientre por decisión de Reivaj allá, en la camilla de un pobre hospital, a los seis meses de nuestro interludio amoroso en la quinta de Chajarí. Después, los cuatro volvimos al medio ambiente apropiado de este ecosistema bucólico donde el amor familiar nos ha recluido, para seguir cultivando begonias y recuerdos entre infusiones de peperina con hojitas de cedrón.María Esther de Miguel
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