Pbro. Jorge H. Leiva
Caretas, cenizas y guerra en Ucrania
Nada más peligroso que mono con navaja, se dice comúnmente con ironía y con cierto terror.
Nada más temible que un necio con poder, decía el Jesuita Castellani en el siglo XX. Ahora los monos, estos seres de las cavernas atemorizados y neuróticos del siglo XXI, que somos los habitantes de nuestra nueva era, en vez de tener navajas tenemos ojivas nucleares; en vez de tener piedras para golpear la cabeza de Caín tenemos cohetes inter continentales suficientes para destruir, en segundos, ciudades enteras.
Ayer, con hachas y flechas; hoy, con armas de destrucción masiva; el corazón humano sigue siendo el mismo, sin el poder del Amor Divino que todo lo renueva desde la Cruz pascual. Detrás de una catapulta que tiraba piedras contra una muralla medieval, había un corazón tan herido, como el que existe detrás del moderno fusil, que dispara en segundos innumerables balas capaces de atravesar innumerables corazones. Así, la crueldad de Senaquerib invadiendo Judea en el 701 (a.C.), la de Nabucodonosor y/o la de Tito destruyendo Jerusalén es la misma que la de los modernos generales de hoy, planeando estrategias ofensivas en la frontera de Rusia y Ucrania.
En consecuencia, dentro de mí yace un corazón genocida como el de aquellos que imperaban en el tiempo del genocidio armenio, de la solución final de los nazis, de los campos de exterminio de los bolcheviques o de las dictaduras de las republiquetas emergentes del siglo XX. Dentro de mi pecho late sangre homicida, como la de los “crímenes de guerra”, denunciados por Alberdi en la mal llamada guerra del Paraguay. Es que el corazón humano no se arregla con normas exteriores, con declaraciones rimbombantes o con amaestramientos ideológicos… Por el contrario, se sana desde dentro con lentos procesos de educación en la prudencia, en la templanza, en la justicia y en la fortaleza y se reforma en el cuidado proceso de conversión y renovación.
El corazón de piedra no se convierte en carne capaz de empatía si no es a través de la efusión del Espíritu, como decía Ezequiel en el destierro de Babilonia. (Ez 36). Quizá muchos de nosotros estemos bailando carnavales en estos días: y es bueno que así suceda, sobre todo para reírnos de la fugacidad de la existencia, que nos demuestra cada día que nuestros poderes mundanos son como una brisa, como una flor del campo que por la mañana florece y por la tarde de seca. A su vez, quizá algunos de nosotros, este miércoles que viene, nos dejemos “ensuciar la frente” con la ceniza que nos recuerda que somos polvos y que al polvo volveremos, para rememorar que la única guerra legítima es la que realizamos contra nuestra propia soberbia y necedad.
La careta del carnaval y la ceniza del comienzo de la cuaresma nos quieren recordar que nuestras razones mundanas por las que legitimamos las violencias de turno son vanas y necias. La divertida máscara nos recordará que casi siempre somos una caricatura. Mientras que la ceniza nos traerá a la memoria algo de la convicción de que el sepulcro es nuestra última casa antes de la que tenemos en el cielo (Jn 14). Yo, que soy Hitler invadiendo Polonia, recordaré en estos días que la granada y el revólver que tengo en mis manos son disfraces de la necedad y la insolencia con la que se reviste la idolatría de mí mismo.
Si en estos días seguimos la triste historia de la guerra de Ucrania, pidamos al “Príncipe de la paz” (Is 11) que nos haga instrumentos de paz y supliquémosle que nos saque la careta del carnaval de la vida, que nos ensucie la cara con cenizas y que nos lave el rostro con agua de pureza eterna para que los monos dejemos en el suelo la navaja o la transformemos en un arado o en una medalla de Nuestra Señora. Porque, como siempre, sobre las caretas y las cenizas triunfará el agua bendita pascual.