P. Leiva
Dos ritos: el “pogo más grande del mundo” y el silencio del viernes santo
Dios regala sus dones y como celebrarlos. En torno a atávicos fogones, los abuelos por siglos relataban los secretos de los ciclos cósmicos (siembra, cosecha, pastos para ganados, inundaciones, sequías…), los secretos de la sabiduría popular expresada en refranes, mitos y relatos, los hechos pasados religiosos y/o salvíficos que daban sentido y cohesión a las personas en medios de sus “tribus” y sus civilizaciones.
Por lo general, en los tiempos de la primavera o de las cosechas, lo narrado en comunidad se celebraba en fiestas religiosas, cósmicas o míticas. Y este rito festivo hacía que la verdad narrada se hiciera “carne”, se hiciera acontecimiento alegre y su repetición anual generaba una especie de re significación periódica porque sólo se aprende lo que se repite y porque hay cosas que por sabidas se callan y por calladas se olvidan. Entonces la fiesta daba protección, sobre todo, ante las tres grandes heridas: “la del amor, la de la muerte y la de la vida”, como decía bellamente el poeta español Miguel Hernández.
San Atanasio de Alejandría, viejo obispo del Egipto de los siglos III y IV de nuestra era, decía que el mismo Dios que intervino en la historia, cuyas proezas se narran en los libros sagrados, es el que manda a celebrar: “El mismo Dios, amados hermanos, que al principio instituyó para nosotros esta fiesta, nos ha concedido poderla celebrar cada año; y el que entregó a su Hijo a la muerte por nuestra salvación nos otorga, por el mismo motivo, la celebración anual de esta santa solemnidad”.
Los tiempos que nos tocan vivir no son favorables a la verdadera fiesta: los grandes relatos han quedado sin ritos y los grandes ritos han quedado sin relatos. En su lugar, en cambio, años atrás teníamos, por ejemplo, la “misa ricotera” a la que asistían como “peregrinos” grandes multitudes de jóvenes: realizan un rito que no tiene relato. Los adultos nos preguntamos qué están celebrando esos jóvenes que saltan y bailan en lo que se llama el “pogo más grande del mundo” en el que miles de jóvenes saltan a ritmo de una canción que se llama “Ji Ji Ji”.
El silencio ritual del viernes santo llegaba unos años atrás incluso hasta “Radio Gualeguay” que ponía música clásica (bellísima música) a lo largo de la jornada para dar a entender que en el pueblo se estaba recordando algo muy grande y misterioso y quizá algo incomprendido, pero fascinante.
Ahora que el “tsunami de la tecnología” todo lo ha igualado quizá ese silencio ritual sea reemplazado por “divertimentos” que no narran nada y que no tienen ningún valor ritual y que sólo se destina a ocultar ese encubierto y fatal aburrimiento que tiene quien está saciado de estímulos inmediatos y constantes que dan la ilusión de la alegría (estímulos que cuando se hacen muy constantes son parientes de la esclavitud de las adicciones).
¡Pero hay esperanza! Quizá uno de los niños que este viernes santo recorra en nuestras calles las estaciones del vía crucis, esté reavivando aquel fuego atávico de los recuerdos fundantes. (Ese fuego fue encendido en Gualeguay hace más de 240 años cuando el Padre Andrés Quiroga y Taboada se instaló en la Capilla de San Antonio y comenzó a celebrar la semana santa). Quizá un joven de nuestra ciudad que en este viernes se arrodille ante un confesionario consciente de sus miserias sea presagio de tiempos mejores en el que se despierte una nueva empatía para con el Crucificado y los crucificados de la historia.
Quizás lo grupos que en esta semana santa se acerquen a hacer memoria ritual de ese gran relato, el del Dios Crucificado, den origen a destellos de la “cultura del encuentro” de la que habla el papa Francisco y da sentido a las heridas del amor, la muerte y la vida.
Se cumplirá el sueño del viejo obispo de Alejandría y de nuestro amigo, el padre Andrés.
Pbro. Jorge H. Leiva