“La tierra que despierta un corazón humano al sentimiento”

Sobre un tapiz gramíneo donde imperaba el monte con sus talas, espinillos y ceibos envueltos, seguramente, en una maraña de enredaderas, rica su vegetación palustre de juncales, pajonales y mimbres. Aún habitaba su margen la fauna propia de aves, anfibios, reptiles y mamíferos en su natural ambiente. Del guaraní y del minuán ni rastros, habían sido exterminados un tiempo antes.
Y en ese paisaje duro y luminoso cincuenta y seis manzanas con ciento cincuenta habitantes fueron el embrión de la ciudad que un visionario Rocamora (designado en la zona por el Virrey Vértiz) fundó destinada a crecer al abrigo de un empecinado afán de cultura, que se propagaría irrefrenable extendiéndose en el tiempo.Acompañando el paso de los años, bucólica y tranquila, al crecer adquiere brillo propio en el sur entrerriano. Ese brillo que atrae gentes de otras tierras que se suman a su tierra y forman un complejo entramado de costumbres del que surgen los hijos de la inmigración que la habitan entrelazando en nuevos entramados un mañana que vislumbran promisorio.No se equivocaron.Con su arquitectura, resultante de aquella mezcla con raíces extranjeras, alcanzaba su fisonomía de ciudad y arremetía sin pausa hacia el futuro.Una ciudad de épocas lentas para el caminar de las horas, casas con múltiples ventanas enrejadas unas y con balcones de hierro profusamente ornamentados otras. De zaguanes abiertos a la calle y al perfume de las flores del primer patio, con sus consabidas baldosas decoradas con arabescos que se volvían familiares. Patio en el que dominaba la presencia importante del aljibe con su chirriante roldana y la reconfortante agua fresca oculta en su redondel.Aquellas canceles sombrías con cristales inicialados (puertas con nombre propio)Muchas de esas casonas tenían un menos pretencioso segundo patio con gastado piso de ladrillos en el que se mezclaba el perfume de los azahares de limoneros, naranjos, mandarinos y los (hoy casi inhallables) cidro y naranja- lima con sus frutos que en el invierno llenaban el ambiente con aromas de dulces y mermeladas en los que se transformaban al fuego lento de las cocinas "económicas". ¿Quedará alguno de estos cítricos en la ciudad? ¿O cayeron también bajo la impiadosa piqueta que transformó en recuerdo la mayoría de aquellos caserones de feliz arquitectura?Las cosas han cambiado mucho desde entonces y esta ciudad que fue, y es, pintada, cantada, fotografiada, escrita en poesía por artistas que la llenan de orgullo de cara al mundo se ganó más que merecidamente el reconocimiento de capital de la cultura entrerriana y que paradójicamente arremete contra la riqueza cultural de su patrimonio arquitectónico.En nombre del progreso y con un gusto muchas veces reñido con el buen gusto. Locales minúsculos que reemplazan aquellas casas que eran distinguidas por la belleza del recuerdo. Obras que no podrán nunca reemplazar esa belleza.Y sin embargo para quienes la habitamos, para quienes por habitarla la queremos, para los que en la distancia la añoran sigue siendo "la tierra que despierta el corazón humano a un sentimiento". Siempre será así. San Antonio de Gualeguay reza su fe de bautismo. Nació en las periféricas orillas del río que, junto con el de su Santo Patrono, le dio el nombre.Profesor José Luis Zanetti
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