Luces y sombras en la iglesia
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Cuando queda en evidencia una miseria, un pecado, sufrimos mucho. Y como en una familia, cuando alguien se equivoca o hace el mal, nos duele a todos. Los sentimientos son diversos: dolor, bronca, decepción, desconcierto, misericordia... Ante estas situaciones no tenemos que esconder lo que sucede, y es bueno llamar a las cosas por su nombre. Pero como en una familia, eso no implica regodearse en el mal o ventilar lo que debe ser del ámbito de la intimidad. Hoy parece no haber un límite claro entre lo que es público y lo que debe resguardarse en privado. Es lo que suele suceder con la vida de los artistas, deportistas, personajes públicos en general. Pero volvamos a lo nuestro. La condición humana consiste en ser peregrinos, y mientras caminamos nos caemos, nos levantamos, y volvemos a caer. Es difícil decir que una persona vive en constante ascenso de virtud. Incluso los santos reconocen momentos oscuros en su propia vida. Como enseña el Concilio Vaticano II, "somos capaces de los mejor y lo peor". El ejercicio de la libertad nos hace tomar un camino u otro totalmente contrario. La Iglesia es un pueblo de santos y pecadores. Así como hay gente (muchísimos) que se esfuerza en el servicio a Dios y a los hermanos, también hay mucha mediocridad e incoherencia. Es importante evitar actitudes simplistas y maniqueas que miran solo en blanco y negro, que dividen la humanidad en buenos infalibles y malos irrecuperables. También debemos cuidarnos de las perspectivas puritanas que se rasgan las vestiduras ante algunas faltas de moral sexual pero nada dicen de moral social, y otras cuestiones graves en la misma comunidad cristiana, como la comodidad o la chatura. La respuesta debiera ser una actitud de conversión permanente, para superar el medio pelo común, la mediocridad cómoda, el silencio cómplice o los ojos que miran para otro lado. No hay que negar la realidad. Pero tampoco pensar que "la realidad" se agota en el presente. El cielo, la vida eterna, también son parte del hoy: el amor fraterno, servicio a los pobres, la oración, el trabajo, la vida familiar, los amigos. Podríamos decir que de algún modo hoy somos lo que seremos. Nuestra vocación es la santidad como un don comunitario. San Pablo nos enseña que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada" (Ef. 5, 26 - 27). Un ideal hermoso, al cual debemos tender de modo continuo. Debemos cuidarnos de actitudes mundanas que dan cabida a la tentación del poder (autoritarismo), del tener (uso abusivo del dinero), del dominar sobre otros (manipulación de conciencia). No tienen que desalentarnos las críticas ácidas que se esconden en el anonimato de las redes sociales. Como expresa el dicho, sabemos que "un árbol que cae, hace más ruido que todo un bosque que permanece de pie". ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora! El sufrimiento podemos verlo en su lado positivo, como una poda para dar más frutos todavía, como enseña Jesús en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15). Sabemos que "la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). ¡No nos dejemos robar la certeza de la esperanza! Este domingo 4 de noviembre se cumplen dos años de haber asumido como obispo co - adjutor, y comenzar mi servicio como Pastor de la Iglesia en San Juan. Doy gracias a Dios y le pido la luz de su Espíritu para crecer en generosidad y entrega de la vida. Me confío a tu oración.
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