Nació en Mercedes, Provincia de Buenos Aires, el 19 de noviembre de 1970, y a los pocos meses se mudó junto a su familia a Gualeguay, Entre Ríos, de donde eran oriundos sus padres. Siguiendo las mudanzas laborales de su padre, cursó la escuela primaria allí y la secundaria en el Colegio Nacional Nº 8 “Julio Argentino Roca” de Capital Federal y en la Escuela Normal de Gualeguay donde radica hasta hoy día. Afecto a la lectura y la escritura desde la adolescencia, se nutrió de autores como H. P. Lovecraft, J. J. Manauta, H. Quiroga, E. Echeverría y José Hernández, más acá en el tiempo Alejandro Dolina y el “Negro” Fontanarrosa. Gusta del folclore, el costumbrismo y la historia regional, que sirven de inspiración a sus narraciones. Mitos, leyendas y cuadros típicos de la región son temas o ejes recurrentes en su escritura.
Pequeña fortuna Cayó a esos parajes loco de hambre y frecuentado por las pulgas. Sin trabajo y la bendición (o maldición) de no tener una familia que sostener, lo condujo a ganarse el pan con lo poco o mucho que le podía sacar a un río castigado por la desidia y el olvido, el hambre era solo suyo y de nadie más. Armó la ranchada a la sombra del sauzal, que era el mejor aire acondicionado que supo conocer en los veranos rigurosos. Los gajos de sauce cortados a machetazo limpio y pedazos de silo-bolsa que rescató del basural eran todo el material que ocupó para construir una grande y única habitación. Eso era todo lo que tenía su humilde morada, pero a él con eso le sobraba. De sus andanzas por el basural rescató también el esqueleto pelado de algunas sillas, - todas distintas y unas tablas puestas así no más para sentarse -, la mesa, que en una mejor vida fue una puerta, y una cama, si se podría llamar cama a ese entrevero de maderas de distintos largos y un pedazo de goma-espuma reseca, eran todo el mobiliario de la casa. Una columnita de humo, casi invisible, al lado de la ranchada que parecía brotar desde el fondo de la tierra, marcaba el lugar donde estaba la cocina. Cenizas y algunos palitos mal quemados servían para ubicarla con mayor precisión. Al costado, una pava negra, con sueños de locomotora, echaba bocanadas de vapor por el pico y la tapa mal cerrada y abollada de tantos golpes. Adentro, sobre la mesa estaba el mate. Era la bebida que el pescador tenía para ofrecer a quienes por ahí, a veces, caían a visitarlo. Lo preparaba con entusiasmo, acunándolo en una mano, echando yerba despacito, no sea que se vuelque el preciado yuyo, luego agitaba con firmeza para quitarle el polvillo y para finalizar, echaba un chorrito de agua caliente a la temperatura justa, justa, para no quemar la yerba y evitar que el mate se lave a las poquitas cebaduras. Hacía de un acto simple y sencillo, todo un ritual. Para ingresar a la ranchada bastaba con hacer a un lado un rectángulo mal cortado de silo-bolsa, colgado de un alambre oxidado y que bailaba con la brisa ribereña. El patio se extendía por toda la extensión de la costa del Gualeguay, hasta donde el río doblaba y mas lejos aún. Tenía todo y a la vez nada, nada de eso era suyo. Algún amigo apiadado de su destino, le prestó una canoa, que descansaba de las correntadas cerquita del rancho. Atada, como perro malo, con una cadena al grueso tronco de un sauce. Aunque jamás ladró, más de una vez se retobó contra el destino arrasador del río en sus crecientes, cruzándolo a los cabezazos, haciendo oír su protesta en el sonido chirriante de los remos. Cuando el río crecía, volvía empachada de pescados de las recorridas diarias del espinel... cuando estaba bajo, era cuestión de suerte y paciencia para que algún bagre se suicidara en los anzuelos. Todo era esperar, esperar, esperar, como en la vida misma. Unos perros flacos como esperanza de pobre, dormitaban echados a la sombra del rancho. Cada vez que el hombre iba a recorrer, se levantaban de su letargo, lo seguían por la costa y se paraban a mirar, quizá esperando que en algún anzuelo haya picado la fortuna. Pobres perros... Qué sabrían de fortunas, si son felices con su vida de perros no más, si hay, hay... sino... Lo mismo da. Seguirán siendo los mismos perros flacos. A la tarde, cuando el sol comienza a estirar las sombras de los árboles y pajonales sobre las barrancas, el hombre miraba el río sentado en la puerta, como queriendo develar algunos misterios. Pensativo, con la mirada errante, buscando algo en el paisaje que sabe, nunca encontrará. Mientras, le sacaba notas discordes al final de un mate. Un cigarro armado colgando entre sus dedos índice y anular, les teñía de amarillo amarronado las coyunturas. De vez en cuando alguna pitada le pegaba para decir que fumaba nada más y recordar que estaba vivo. El ruido parejo y escandaloso de un motor que se acerca por el río lo trae nuevamente a la realidad, una canoa con gente conocida pasa por la otra orilla:- Gûeeeeeeep... Qué tal te fue hoy, che?!! - gritó uno, más que nada para que el volumen de la voz sobrepase el monótono andar del motor Villa.Se paró y responde - Salieron algunos amarillos y un cachorrito lindo ché. El Raúl sacó manduvises más abajo, los cagó a palos con el espinel !! -- Lindo che !! - recibe como respuesta y el taca-taca del Villa alejó la canoa. Él siguió mateando en silencio, solitario, sentado en la puerta de su ranchada, viendo crecer los yuyos, mientras los perros, sus perros, jugaban corriendo por la costa. De vez en cuando se ladraban entre ellos y simulaban pelearse, algún revolcón, porque así lo exige la vida canina y seguían persiguiendo su destino. Así vive él con su soledad, que no es tan soledad, acompañado por sus perros. Feliz a su modo con lo que tiene y resignado de esperanzas con lo que le escasea. Jorge Cicerone