Razón crítica
Censura, poder y libertad de expresión: el escándalo Spagnuolo-Milei.
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La historia argentina está marcada por tensiones permanentes entre la libertad de expresión y los intentos de limitarla en nombre del orden, la seguridad o la protección de intereses particulares. No es casual: se trata de un derecho que, aunque se proclama inviolable en la Constitución, siempre resulta incómodo para los poderosos cuando el discurso pone en cuestión su legitimidad. Durante esta semana, con la medida del juez Alejandro Patricio Marianello que prohibió difundir los audios atribuidos a Diego Spagnuolo y Karina Milei, el debate vuelve al centro de la escena. Y lo hace de manera preocupante: lo que parece un episodio coyuntural se transforma en un síntoma de regresión democrática cuando se observa en perspectiva histórica, sobre todo si se lo compara con el célebre caso Servini de Cubría vs. Bores, que marcó un hito en la jurisprudencia argentina en los años noventa.
El antecedente: Servini de Cubría y Bores.
El humorista Jorge Bores, en la televisión de los tempranos noventa, construyó un sketch satírico en el que, mediante un juego de palabras, ridiculizaba a la jueza María Servini de Cubría insinuando una relación sentimental con un político. La jueza consideró que se trataba de una ofensa inadmisible y buscó por vía judicial que se prohibiera la emisión del programa. El caso llegó a la Corte Suprema, que debió pronunciarse sobre una cuestión central: ¿puede el Estado impedir preventivamente la difusión de un contenido bajo el argumento de que podría dañar el honor de un funcionario?
La respuesta fue categórica. El máximo tribunal sostuvo que la Constitución Nacional prohíbe la censura previa, aunque habilita las responsabilidades ulteriores. En otras palabras, nadie puede impedir que una idea, opinión o parodia se difunda; pero, si después se demuestra que hubo un daño ilegítimo, el afectado tiene derecho a reclamar reparación por las vías legales correspondientes. Esa distinción entre censura previa y responsabilidad ulterior no solo proviene del artículo 14 de la Constitución, sino también del artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, que Argentina suscribió y dio jerarquía constitucional en 1994.
Con este fallo, se consolidó un principio democrático básico: el derecho a expresarse está por encima de la incomodidad de los funcionarios. La libertad de expresión no protege solamente los discursos amables o complacientes, sino, sobre todo, aquellos que incomodan al poder.
El presente: Marianello, Bullrich y los audios prohibidos.
Treinta años después, la escena parece invertida. El juez federal Alejandro Patricio Marianello dictó una medida cautelar que prohíbe difundir los audios de Diego Spagnuolo, en los que se mencionan presuntas maniobras de corrupción que salpican a la secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, y al operador oficialista Eduardo “Lule” Menem. El argumento del magistrado es que se trata de material sensible, grabado en la Casa Rosada y que su divulgación podría afectar la seguridad del Estado.
A simple vista, el razonamiento se presenta técnico y jurídico. Pero al observarlo en detalle, revela un grave problema: el juez está instaurando una forma de censura previa, justo lo que la Corte Suprema había rechazado décadas atrás. Lo que se está impidiendo no es la comisión de un delito, ni la incitación a la violencia, ni la difusión de material reservado vinculado a operaciones militares o secretos de Estado. Lo que se está bloqueando es información de interés público que compromete a funcionarios de primera línea. Es decir, exactamente aquello que la libertad de expresión busca garantizar.
La participación de la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, agrava el cuadro. Al presentarse como denunciante de la filtración y pedir que se allanen medios y periodistas, Bullrich coloca al Estado en un terreno muy riesgoso: el de utilizar su poder punitivo no para proteger derechos ciudadanos, sino para blindar políticamente a la dirigencia oficialista. Cuando el poder político y el judicial se alinean en este sentido, la consecuencia inmediata es la erosión de la República.
La colisión con la doctrina de la Corte.
El paralelismo con el caso Servini de Cubría – Bores es evidente. En aquel entonces, la jueza buscaba evitar que se transmitiera un sketch satírico que afectaba su honor. La Corte Suprema frenó esa pretensión, con un mensaje claro: la libertad de expresión no puede condicionarse preventivamente, aún cuando afecte a un magistrado. Hoy, en cambio, Marianello hace exactamente lo contrario: restringe preventivamente la circulación de audios que involucran a la figura política más cercana al Presidente de la Nación.
La comparación desnuda la gravedad del retroceso. Si en los noventa, con un poder judicial cuestionado por su dependencia del Ejecutivo, la Corte se animó a establecer un límite nítido en defensa de la expresión, ¿cómo justificar que en 2025 se habilite una censura preventiva en un presunto caso de corrupción? ¿No debería aplicarse con mayor rigor el principio constitucional precisamente porque lo que está en juego es el control ciudadano sobre los actos de gobierno?
Bullrich, Marianello y la amenaza republicana.
El eje del problema no es solo jurídico, sino político. Cuando un juez y una Ministra de Seguridad actúan en tándem para limitar la circulación de información sensible, se afecta el equilibrio de poderes que sostiene a la República. La libertad de prensa es el mecanismo a través del cual la ciudadanía controla al gobierno; si ese mecanismo se bloquea, se debilita el sistema democrático en su conjunto.
Más aún, la doctrina interamericana sostiene que los funcionarios públicos deben tener un umbral más alto de tolerancia frente a críticas y denuncias, justamente porque su rol implica un escrutinio permanente. En lugar de eso, Bullrich y Marianello colocan a Karina Milei bajo un escudo judicial que la separa del debate público. El mensaje es inquietante: el gobierno puede decidir qué se publica y qué no mientras los jueces lo convalidan.
Libertad de expresión o poder sin control.
Lo que está en juego no es un expediente más, sino un principio estructural de la vida democrática. La censura previa es un veneno para la República porque impide que la sociedad conozca hechos de interés público, debata sus implicancias y exija responsabilidades. Las sanciones ulteriores permiten un equilibrio: se protege a las personas contra daños injustificados pero sin sacrificar el derecho colectivo a estar informado. Esa fue la enseñanza de Servini de Cubría vs. Bores.
Marianello, en cambio, reinstala una lógica autoritaria que coloca el honor de los funcionarios y la comodidad del poder por encima de la libertad ciudadana. Y Bullrich, al impulsar allanamientos contra periodistas, añade un componente intimidatorio que amenaza directamente el trabajo de la prensa.
En un país con larga tradición de interrupciones institucionales, con una historia de censura y persecución, estos gestos no pueden naturalizarse. Cada vez que se acepta la censura preventiva en nombre de una causa noble, se abre la puerta para que mañana se silencie cualquier voz crítica.
El caso de los audios de Spagnuolo y la cautelar de Marianello no es un episodio menor. Es la reedición, en el siglo XXI, de una disputa que parecía saldada desde los años noventa. La diferencia es que ahora el poder político y judicial se muestran más dispuestos a limitar la libertad de expresión en nombre de una falsa seguridad o estabilidad.
La jurisprudencia creada por el caso Servini de Cubría/Bores debería ser recordada con fuerza: la censura previa está prohibida porque sin información libre no hay democracia posible. Lo que correspondería es permitir la difusión de los audios y, si Karina Milei u otros funcionarios se sienten difamados, que recurran luego a los tribunales para defender su honor.
Cualquier otro camino implica aceptar que la verdad queda en manos del poder y no de la ciudadanía. Y cuando eso ocurre, la República se vacía de contenido.
Julián Lazo Stegeman