Razón crítica
El Aleph y la ceguera del absoluto.
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Borges imaginó un punto que contenía todos los puntos del universo. Lo llamó Aleph. Dijo que quien lo mirara vería todo: el instante y la eternidad, la vida y la muerte, las cosas olvidadas y las que aún no habían ocurrido.
Y sin embargo, en su sabiduría, comprendió que esa visión total no era un don, sino una condena. Porque ver el todo es perder el sentido. Porque abarcarlo todo es dejar de comprenderlo.
Aquel cuento, publicado en 1945, parece hoy un espejo de nuestra época.
En la Argentina contemporánea, nuestra nación que oscila entre la esperanza y el espanto, un hombre se alza proclamando que posee la mirada absoluta, la ecuación definitiva, el modelo que explica el mundo. Javier Milei, en su furia libertaria y su verbo de revelador, promete haber encontrado el Aleph de la economía: un punto desde el cual todo se ordena, un saber que disuelve la historia, la política y la complejidad humana en una fórmula inmutable.
El mercado es su Aleph, su piedra filosofal, su dogma. No la “libertad”, el mercado, porque la libertad para Milei es “libertad de mercado”. Y como todo dogma, tiene la estructura de una ilusión.
El Aleph de Borges y el Aleph de la política.
El Aleph borgiano no es solo un objeto fantástico: es una metáfora de la ambición humana por comprenderlo todo.
El que lo mira, dice Borges, ve el universo sin superposición y sin transparencia, como si cada cosa existiera en un plano puro, simultáneo. No obstante, esa simultaneidad es insoportable. El ojo humano, hecho para la secuencia, no puede soportar la totalidad.
El Aleph, entonces, no revela: confunde. No ilumina: enceguece.
La política del presente comparte esa pulsión totalizante.
El siglo XXI nos ha habituado a los discursos que prometen totalidad: total seguridad, total libertad, total pureza. Cada líder populista o tecnocrático ofrece su Aleph particular, su punto de síntesis donde todo encuentra explicación. Milei encarna ese impulso con un fervor casi teológico: su prédica económica no es un programa, sino una revelación.
El liberalismo deviene religión y el economista, profeta.
Su mirada se presenta como la de quien ha visto el mundo entero desde un solo lugar: el mercado. Todo —la historia, la educación, la pobreza, la dignidad, la vida misma— se mide bajo esa lente única. El Aleph, que en Borges contenía todos los puntos, aquí se ha reducido a uno solo.
La vanidad de Daneri y la vanidad del saber.
Carlos Argentino Daneri, el personaje ficticio que guarda el Aleph en su sótano, es un poeta mediocre. Cree haber encontrado el medio para abarcar el mundo entero en un poema infinito. Su ambición no es comprender, sino poseer. En su voz se mezclan la erudición y la banalidad, el conocimiento y la soberbia.
En la figura de Daneri se anticipa una forma de poder intelectual que hoy domina el discurso político: el del erudito mesiánico.
Milei encarna esa figura con precisión matemática. Cita a economistas con la devoción de un sacerdote que recita las Escrituras. Con el tono exaltado del converso, convierte la teoría en dogma y la cita en talismán. No explica: predica. No discute: sentencia.
Borges, sin embargo, desarma a Daneri con ironía. Lo ridiculiza suavemente, mostrando que el verdadero peligro no es la ignorancia, sino la convicción.
El hombre que cree saberlo todo ya no busca aprender. El político que cree tener la fórmula del mundo ya no escucha.
Así, la inteligencia se vuelve una forma de narcisismo. El Aleph, en lugar de abrir el universo, se convierte en un espejo donde el hombre solo se ve a sí mismo.
El narrador escéptico: la humildad como lucidez.
Borges, narrador del cuento, desconfía del Aleph. Lo contempla, lo experimenta y luego duda. Esa duda no es debilidad, sino sabiduría. El verdadero conocimiento no consiste en abarcarlo todo, sino en reconocer los límites de la mirada. Esa actitud es hoy una rareza.
Vivimos una época sin matices, una civilización que ha confundido la duda con la traición. La política se ha vuelto una máquina de certezas. Quien no grita, no existe; quien no cree, molesta. Milei, que se presenta como “el que sabe”, simboliza la muerte de la pregunta.
Su discurso no admite grietas: la realidad se divide entre iluminados y enemigos, héroes y parásitos, libertad y esclavitud, personas de bien y las que no lo son. En esa simplificación habita el germen del autoritarismo.
Borges habría sonreído, con su ironía de sabio antiguo, ante semejante absolutismo de bolsillo. Habría dicho, quizás, que nadie que crea poseer la verdad ha comprendido el valor del misterio.
La lucidez borgiana consiste precisamente en eso: en aceptar que la mente humana es finita, que el conocimiento es parcial, que el mundo excede cualquier sistema. En un país dominado por la retórica de los iluminados, esa modestia del pensamiento es una forma de resistencia.
La visión total y el vértigo del presente.
Cuando Borges mira el Aleph, ve todo: los océanos y los espejos, los ejércitos y las genealogías, la sonrisa de Beatriz y el polvo del desierto.
Pero la visión lo sobrepasa. El conocimiento total es insoportable porque destruye la distancia necesaria para comprender. Sin distancia, no hay sentido.
En nuestra época, ese vértigo se ha vuelto cotidiano. Vivimos rodeados de Alephs digitales: pantallas que nos muestran simultáneamente todos los lugares y todos los dolores. Las redes, los algoritmos, los flujos de información nos convierten en espectadores de una totalidad imposible.
La política se adapta a ese vértigo: Milei es un producto de esa simultaneidad caótica, una figura que habita el grito y el fragmento, el instante y el espectáculo.
Su discurso, saturado de datos y consignas, funciona como un Aleph invertido: muestra tanto que ya no se distingue nada.
Borges había entendido que ver todo no equivale a entender todo. En cambio, Milei convierte el exceso en certeza. Donde Borges ve el abismo, él ve confirmación. Donde el cuento advierte el límite del ojo, el político proclama su omnivisión.
El lenguaje y su impotencia.
Al terminar el cuento, Borges confiesa que no puede describir lo que vio. “El lenguaje no puede representar la totalidad”, sugiere.
Esa frase encierra una de las lecciones más profundas del siglo XX: el límite del lenguaje es el límite del mundo.
El político, en cambio, no acepta esa frontera. Su poder depende de la ilusión de que las palabras pueden transformarlo todo. “Ajuste”, “casta”, “libertad”, “mercado”: cada palabra se convierte en un hechizo, en una fórmula mágica que promete redimir la realidad. Pero las palabras no bastan.
El lenguaje, cuando olvida su límite, se vuelve violencia. Y cuando ésta forma parte del discurso, precede a la violencia de los hechos.
Borges entendía que escribir es apenas rozar lo inefable. Su humildad ante el lenguaje es una forma de ética.
El político que no duda de sus palabras, en cambio, cae en la hybris: en la arrogancia del que confunde el verbo con la creación.
Así, la literatura nos enseña algo que la política olvida: que el poder verdadero no es el de nombrar, sino el de callar a tiempo.
La duda como forma de libertad.
En El Aleph, la experiencia de lo absoluto conduce a la duda.
En la política contemporánea, la experiencia del poder conduce al dogma.
Borges termina su cuento con una sospecha: tal vez el Aleph de Daneri era falso, o tal vez había otros Alephs ocultos en el mundo. Esa duda final es la victoria de la razón sobre el fanatismo. Aceptar que puede haber muchos puntos de vista, muchas verdades parciales, es lo que hace posible la convivencia.
Esa duda, trasladada a la vida pública, se llama democracia.
La Argentina, sin embargo, parece buscar una y otra vez su Aleph: un punto que reúna todos los dolores, que ordene el caos, que borre las contradicciones. Milei encarna esa búsqueda desesperada de un sentido único. Pero, como en el cuento, todo Aleph es una ilusión: un espejismo que promete totalidad y entrega ceguera.
El peligro no es creer que existe, sino entregarse a quien dice poseerlo.
El espejo.
Borges escribió que el Aleph no solo contiene el universo, sino también al que lo mira.
Esa es, quizás, la revelación más inquietante: que toda visión absoluta termina siendo un espejo.
Milei, como todo profeta del absoluto, mira su Aleph y se contempla a sí mismo. En su universo de fórmulas y consignas, la realidad desaparece, sustituida por el reflejo de su propia convicción.
El Aleph, entonces, ya no es un objeto de conocimiento, sino un dispositivo de poder: un centro vacío donde solo queda la imagen del ego.
Tal vez esa sea la advertencia última de Borges para nuestro tiempo: que la totalidad es una forma de soledad y que el que pretende poseerla acaba prisionero de su propio reflejo.
El Aleph no libera: encierra. Y quien se proclama dueño del todo termina perdiendo el misterio de las partes.
Hay un modo borgiano de mirar la historia: no como una sucesión de hechos, sino como una serie de símbolos que se repiten bajo distintos rostros.
El Aleph de 1945 y el de hoy son el mismo: el del hombre que confunde la visión con la comprensión y el dogma con el conocimiento.
Borges, desde su ironía inmortal, ya lo sabía: el poder que promete verlo todo termina sin ver a nadie.
Quizás el destino de la Argentina, como el del propio narrador, sea aprender a mirar sin pretender comprenderlo todo, a construir sentido no desde el absoluto, sino desde la diversidad y el consenso. Porque solo en el reconocimiento del límite se abre la posibilidad de lo humano. Y porque la libertad —esa palabra tan pronunciada, tan desgastada— no consiste en poseer el Aleph, sino en renunciar a él.
Julián Lazo Stegeman