Razón crítica
Hacia una política de la Alteridad.
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La política, en su sentido más elemental, no es otra cosa que la gestión de lo común. Sin embargo, esa definición se queda corta si no reconocemos que lo común siempre está atravesado por lo diverso, lo distinto, lo inesperado. Allí aparece la noción de alteridad: la presencia del otro como condición constitutiva de la vida social y, por lo tanto, de la política. No hay democracia sin reconocimiento del otro, no hay ciudadanía sin la aceptación de la diferencia, y no hay horizonte colectivo sin la construcción de un nosotros que no borre, sino que abrace, la pluralidad.
En tiempos donde abundan discursos que dividen entre “ellos” y “nosotros”, donde la tentación de clausurar la diferencia se vuelve fuerte, recuperar una reflexión sobre la alteridad se vuelve no solo filosóficamente pertinente, sino también políticamente urgente. Pensar la política desde la alteridad implica reconocer la fragilidad y la potencia de lo humano, aceptar que la convivencia nunca está dada de una vez y para siempre, sino que se construye cotidianamente en el encuentro con rostros, voces e historias diferentes a la propia.
La alteridad en la filosofía política: Levinas, Ricoeur y Derrida.
La filosofía del siglo XX puso especial atención en la cuestión del otro. Emmanuel Levinas nos recordó que la ética comienza en el rostro del otro: ese rostro que interpela, que exige responsabilidad, que me arranca de la indiferencia y me hace consciente de que no soy dueño absoluto del mundo. En ese sentido, la política no puede reducirse a la gestión de recursos o al cálculo estratégico: es, ante todo, el espacio donde el otro me convoca y me obliga a salir de mi ensimismamiento.
Paul Ricoeur, por su parte, pensó la identidad no como algo fijo e inmutable, sino como una “identidad narrativa” que se configura en relación con los otros. Somos lo que somos porque contamos historias con y frente a otros. La política, desde esta perspectiva, no es más que la gran narración compartida que intentamos construir como sociedad, un relato siempre abierto, que debe ser capaz de integrar nuevas voces sin excluir las anteriores.
Jacques Derrida, finalmente, nos invita a pensar la democracia como “por venir”. Es decir, no como un sistema acabado, sino como un horizonte que se construye en el reconocimiento de la alteridad radical, de la hospitalidad hacia lo distinto. Para Derrida, la democracia no se clausura, no se define de una vez: permanece en estado de promesa porque siempre debe abrirse al otro que llega, al extranjero, al diferente. En esa apertura reside su vitalidad.
Estos tres aportes —la ética del rostro, la identidad narrativa, la democracia por venir— nos muestran que la política no puede pensarse sin alteridad. Allí donde se niega al otro, allí donde se busca homogeneizar o silenciar, se traiciona la esencia misma de lo político.
Política, sociedad y comunidad: el otro como condición del nosotros.
En la práctica social, la alteridad se manifiesta en múltiples formas: en la diversidad cultural, en las desigualdades económicas, en las identidades de género, en las luchas de los pueblos originarios, en las migraciones, en las distintas maneras de habitar lo común. La política se enfrenta constantemente a la pregunta de cómo hacer posible la convivencia en medio de esas diferencias.
El riesgo está en reducir la política a una lógica de la enemistad: Carl Schmitt la definía como el campo de la distinción entre amigo y enemigo. Esa visión, que sigue influyendo en discursos actuales, convierte al otro en amenaza, en obstáculo a eliminar, en exterioridad a expulsar. La alteridad, en cambio, nos recuerda que el otro no desaparece aunque lo nieguen; que la diferencia no es anomalía, sino condición constitutiva de lo humano.
Pensar políticamente desde la alteridad implica aceptar la incomodidad, convivir con la disidencia, sostener la pluralidad. Implica, también, comprender que la comunidad no es uniforme: se trata de un tejido hecho de hilos distintos, de trayectorias diversas, de tensiones que no se eliminan sino que se administran democráticamente.
La sociedad, en este sentido, se mide no por su capacidad de homogeneizar, sino por su apertura a lo distinto. Una política sensible a la alteridad es aquella que escucha a los que no tienen voz, que reconoce a los invisibilizados, que otorga lugar a quienes históricamente fueron desplazados.
Alteridad y política en Argentina y América Latina.
En América Latina, y en Argentina en particular, la cuestión de la alteridad atraviesa de manera profunda la historia política. Los proyectos de nación siempre estuvieron marcados por la tensión entre inclusión y exclusión: pueblos originarios reducidos a “lo otro bárbaro” o sectores populares descalificados como masa manipulada.
Hoy esas tensiones reaparecen en nuevos escenarios. Por ejemplo, los discursos de odio hacia las minorías o la negación de derechos de comunidades vulnerables, son expresiones contemporáneas de una política que olvida la alteridad y busca imponerse desde la homogeneidad y el control.
Al mismo tiempo, emergen experiencias que recuerdan la potencia de la diferencia: movimientos feministas que amplían los límites de la ciudadanía, pueblos indígenas que reclaman reconocimiento o sectores civiles que exigen un planeta habitable. La democracia latinoamericana se juega, en gran medida, en la capacidad de abrirse a estas voces y de no replegarse en nostalgias excluyentes.
En Argentina, la polarización política muchas veces convierte al adversario en enemigo absoluto, negando toda posibilidad de diálogo. La lógica de la alteridad, en cambio, nos recuerda que incluso el adversario político es parte del nosotros, que no puede ser expulsado sin poner en riesgo la vida democrática. El desafío es construir una cultura política capaz de transformar el antagonismo en agonismo: un conflicto vivo, sí, pero que reconozca al otro como legítimo.
Hacia una política sensible al otro.
Pensar la política desde la alteridad no es un lujo intelectual: es una necesidad vital. Allí donde se niega al otro, surge la violencia. Allí donde se borra la diferencia, aparece el autoritarismo. Allí donde se clausura la escucha, se instala el dogma.
Una política sensible a la alteridad es aquella que no teme a la pluralidad, que se hace cargo de la incomodidad del disenso, que entiende que el otro no es enemigo sino condición de posibilidad del nosotros. No se trata de un llamado ingenuo a la armonía absoluta, sino de un compromiso realista con la democracia entendida como convivencia conflictiva pero respetuosa.
En tiempos de fragmentación y desconfianza, volver a la alteridad como principio ético y político es quizás la única manera de sostener un horizonte común. La democracia no puede reducirse al voto cada tanto, ni a la gestión tecnocrática de indicadores: requiere sensibilidad, escucha, hospitalidad. Requiere, en definitiva, volver a poner en el centro lo que nunca debió salir de allí: el otro.
Julián Lazo Stegeman