Razón crítica
RERUM NOVARUM: UNA MIRADA ÉTICA DE LA POLÍTICA
Robert Prevost asumió el pasado jueves su mandato papal con el nombre de León XIV. En este sentido, es pertinente repasar y reflexionar de quién deriva su denominación y, también, su legado.
En mayo de 1891, el Papa León XIII publicó una encíclica que marcaría un antes y un después en la reflexión moral sobre las cuestiones sociales: Rerum Novarum. Su título completo —"De las cosas nuevas"— alude a la transformación radical que estaba ocurriendo en la organización del trabajo, en la propiedad, en las relaciones entre el capital y el obrero y en el papel del Estado ante la naciente cuestión social. Aquella encíclica no fue simplemente una denuncia de la injusticia laboral de fines del siglo XIX, sino la piedra fundacional de la Doctrina Social de la Iglesia: una tradición viva que continúa ofreciendo criterios morales ante cada nuevo tiempo de crisis, transformación o replanteo del vínculo entre economía, política y justicia.
El contexto en el que Rerum Novarum vio la luz era el de una Europa sacudida por la Revolución Industrial, por el crecimiento urbano desordenado, por las tensiones entre el liberalismo económico y el socialismo radical. La Iglesia de la mano de aquel Papa, lejos de alinearse con alguna ideología, propuso una tercera vía moral basada en el Evangelio: un llamado a defender la dignidad de los trabajadores sin caer en el colectivismo y a reconocer el derecho de propiedad sin sacrificar el deber de justicia social. Esta vía intermedia no era un punto neutro entre dos extremos, sino una propuesta activa: la creación de una cultura política fundada en la solidaridad, la justicia distributiva y el respeto por la persona humana.
Desde entonces, la Doctrina Social de la Iglesia ha articulado sus principios en torno a cuatro pilares: la Dignidad de la Persona Humana, el Bien Común, la Solidaridad y la Subsidiariedad. Estos principios no son negociables ni relativos: son criterios morales permanentes que deben orientar cualquier decisión humana. Su vigencia no ha disminuido con el paso del tiempo: todo lo contrario. En momentos de reorganización del Estado y de reformas estructurales, la luz de Rerum Novarum sigue siendo un faro para evaluar si las políticas públicas responden verdaderamente al mandato de justicia.
La Dignidad de la Persona Humana es el fundamento de toda la construcción social que propone la Doctrina Social de la Iglesia. No puede considerarse como una abstracción ni como un eslogan, sino como el derecho concreto de cada ser humano a vivir con lo necesario para su desarrollo material, espiritual y cultural. Cuando las políticas públicas reducen a los individuos a meros agentes económicos o cifras presupuestarias, esa dignidad es herida. Especialmente cuando las medidas aplicadas empujan a millones de personas a condiciones de precariedad, inseguridad o desesperanza.
Uno de los pasajes más poderosos de Rerum Novarum afirma: “El trabajo no es una mercancía”. Esta frase corta, pero contundente, desafía toda lógica que somete la vida humana al cálculo de utilidad o a la dinámica del mercado. Hoy, aunque el lenguaje haya cambiado, el riesgo persiste: cuando los salarios reales se desploman, cuando los empleos se vuelven inestables o informales, cuando se debilitan las instancias de protección social, lo que está en juego no es solo una variable económica, sino la integridad de la persona trabajadora. La Doctrina Social recuerda, con fuerza, que el trabajo no es apenas un medio de subsistencia: es una forma de participación colectiva, una expresión de la vocación humana, una vía de realización personal y comunitaria.
El Bien Común, otro eje central de esta enseñanza, se refiere al conjunto de condiciones que permiten a todos —y no solo a unos pocos— alcanzar el desarrollo integral. Este principio obliga a los responsables políticos a mirar más allá de los equilibrios financieros o de los indicadores macroeconómicos. Preguntarse si una política favorece el bien común es preguntarse si permite que los más vulnerables vivan con dignidad. Si no lo hace, si profundiza la desigualdad o margina a los que ya están excluidos, entonces falla en su razón de ser.
Muchas estrategias de lo que se hace en pos del ordenamiento económico tienden a desmontar el papel del Estado en áreas sensibles: alimentación, transporte, energía, vivienda, salud. En nombre de la eficiencia o del saneamiento fiscal, se retiran subsidios, se recortan programas, se desfinancian políticas públicas que actuaban como red de contención. Desde la mirada del Rerum Novarum, esto supone un retroceso ético. Porque, como lo expresa la doctrina, “una comunidad política debe velar especialmente por los más débiles”. No se trata de una concesión asistencialista, sino de una exigencia de justicia.
La vivienda, por ejemplo, es uno de los derechos más básicos y, sin embargo, uno de los más descuidados cuando las políticas públicas se rigen exclusivamente por lógicas de mercado. El crecimiento desordenado de las ciudades, la especulación inmobiliaria, la ausencia de créditos accesibles o de urbanización planificada, condenan a miles de familias a vivir en condiciones indignas. La encíclica sobre la cual estamos reflexionando en el artículo de hoy ya advertía sobre este problema al señalar que el Estado debía intervenir para “remediar los males que no pueden ser corregidos por la iniciativa privada”. No hacerlo implica renunciar a la Subsidiariedad: otro de los principios cardinales. Éste indica que las instancias más cercanas a la persona —familia, comunidad local, cooperativas— deben tener protagonismo en la vida social. Pero también marca un límite claro: cuando esas instancias no pueden resolver los problemas por sí mismas, corresponde al Estado intervenir activamente. Éste no debe ser omnipresente, pero sí debe estar presente donde más se lo necesita. Su ausencia, disfrazada de neutralidad o eficiencia, es en verdad una forma de abandono.
El principio de Solidaridad, finalmente, es el lazo que une todos los demás. Es el llamado a reconocerse en el otro, especialmente en quien sufre. La Doctrina Social de la Iglesia no entiende la solidaridad como beneficencia esporádica, sino como principio organizador de la vida social. Donde no hay solidaridad institucionalizada, el tejido social se destruye. La exclusión, la violencia, la desesperanza son síntomas de una sociedad que ha perdido su alma. La política, para ser verdaderamente humana, debe tener corazón, debe estar animada por una compasión activa.
Rerum Novarum, lejos de ser un texto anclado en el pasado, mantiene su vigencia. Una vigencia que seguramente intentará seguir desplegando León XIV. La lectura de esta encíclica permite juzgar los procesos actuales con criterios morales firmes. No se trata de oponerse a los cambios, sino de preguntarse: ¿a quién benefician? ¿A quién perjudican? ¿Qué concepción del ser humano sostienen? ¿Qué idea de comunidad promueven?
La Doctrina Social de la Iglesia no propone un modelo técnico, pero ofrece una brújula ética. Esa brújula apunta siempre hacia el ser humano concreto. Y recuerda, con la sabiduría de los siglos, que el progreso verdadero no se mide por el crecimiento de las reservas ni por la reducción del déficit, sino por la justicia con la que se vive, por la esperanza que se siembra, por el lugar que se le da al último.
Julián Lazo Stegeman