El rancho de Roberto “Cachete” González
La memoria adopta infinidad de apariencias para permanecer al alcance de aquellos a quiénes interesa la mirada al pasado. El cultivo a conciencia de la memoria es la única manera de construir un presente, y un futuro. Hay que tener en cuenta el ayer sin que esto signifique la permanencia en el lamento: todo pasado fue mejor, y tampoco andar a moco tendido mirando fotos en sintonía melanco. La memoria es el resguardo de la vida. Ojalá todos pudiéramos entrar en su sintonía.
Es posible descubrirnos construyendo memoria en inesperados encuentros con objetos de las más variadas procedencias, con los más simples utensilios cotidianos; hay memoria en las historias escritas por los cronistas, y en las historias contadas por los vecinos del barrio o de la ciudad.La tradición oral es memoria y por tanto, mientras no se consignen estas historias en el papel, esa memoria tiene la apariencia del aire. Decimos "aire", y sobreviene el pensamiento ineludible: la inmaterialidad. Vengo de un barrio de Buenos Aires: Boedo, y sobre estas cuestiones del recuerdo, hay un poeta amigo: Rubén Derlis, que anotó en uno de sus libros: "Guía para vagabarrios", lo siguiente: "Por las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay que sostener muy fuerte el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las palabras vueltas poemas en cada esquina no le desacomoden peligrosamente los latidos, porque este es esencialmente un barrio para sentir. (...) En este barrio, casi no quedan cosas materiales que palpar, talismanes porteños de invocación para acercar la magia: la puerta y el cancel de la casa donde habitó un pintor, el café convocante de los últimos y veros bohemios, la mesa predilecta del poeta junto a una hiniestra inexistente. (...) Quedan escasos lugares visibles de aquellos que cobijaron a los tantos nombrados (...)". Se abre entonces un costado de la memoria: "lo invisible permanente", y dentro de este paisaje se guardan los relatos orales de los hombres, la historia chiquita que le da sostén a la grande.Siempre recuerdo la novela "El infierno" (1908) del escritor francés Henri Barbusse (1873-1935). En ella hay un hombre moribundo. Lo cuida una enfermera en una habitación de hotel. El hombre decide contarle a quien lo cuida, su historia de amor: para que esta siga un tiempo más sobre la tierra. Le transfiere su recuerdo en un impulso por ganar un tiempo más de "eternidad".Es la eternidad, su posibilidad soñada, la que muchas veces atenta contra el recuerdo, porque pertenece a los hombres la tentación de confiarse: si hoy estamos, mañana también. Error. Es riesgoso dejar para mañana el ejercicio de la memoria. Y aún más cuando esa memoria tiene que ver con un vecino que gustaba de habitar el territorio del arte.Hasta aquí está identificado "lo invisible permanente", pero antes de llegar a esta categoría, existió lo visible, lo material que acompañaba, que hacía de soporte al relato: un escritorio, un pincel, una lapicera, una casa, un rancho. Y entonces la pregunta: ¿por qué cuesta tanto mantener la condición material de sitios relacionados con la esencia humana e histórica de un barrio, de una ciudad?En mi nota anterior: "Pinceladas sobre la ribera de Antonio Castro", anoté lo escrito por Nidya Rampoldi en su libro "Antonio Castro. Hombre de la costa" (2009), sobre el rancho (de fines del siglo XIX) donde Castro se encontraba con otros artistas: Cachete González, Carlos Cúneo, los poetas Veiravé y Morabes, entre otros.Este dato quedó picando entre mis pensamientos. Consulté a Deolindo Romero, una de las memorias andantes de Gualeguay. Recordé que él me había hablado del rancho de Cachete González. Caminé hacia él, está a dos cuadras y media de mi casa.¿Qué historias guarda dicho lugar?, el escultor Carlos Cúneo da detalles en un texto enviado a Nidya Rampoldi, Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra, los autores de "Formas y colores de Gualeguay" (2004): "El rancho: Un cuñado le cede a Cachete una precaria vivienda para vivir, Roberto viene a invitarme para hacer 'nuestro taller'. Trasladó su cama, unos modestos enseres y comenzamos así la historia del rancho. Una sola noche durmió Cachete allí, pero por varios años fue nuestro lugar de trabajo, reunión y refugio de amigos. Debajo del rancho que prolongué y debajo de él, armé mi taller de escultura.Edgardo LoisLea más en la edición impresa en papel
