El escritor Ray Bradbury, autor de Crónicas marcianas, muere a los 91 años
El autor de Fahrenheit 451 es reconocido como uno de los grandes autores de ciencia ficción
El escritor estadounidense Ray Bradbury, autor de Fahrenheit 451 y otros clásicos de ficción y misterio, falleció hoy en Los Ángeles a la edad de 91 años, según informó su nieto Danny Karpetian a la web especializada en ciencia ficción, io9.com."Si tuviera que hacer alguna declaración, sería lo mucho que le quiero y le extraño, y espero con interés escuchar los recuerdos que tienen de él todos aquellos que estuvieron a su lado", dijo Karpetian."El señor Bradbury falleció tranquilamente, la pasada noche, en Los Angeles tras una larga enfermedad", ha confirmado un portavoz de la editorial Harper Collin.Reconocido como uno de los grandes autores de ciencia ficción, a él le gustaba identificar su género con la fantasía ya que muchos de sus relatos estaban basados en la vida cotidiana.Ray Bradbury, es considerado un gigante de la literatura norteamericana que ayudó a popularizar la ciencia ficción con títulos como Crónicas marcianas.Bradbury publicó mas de 500 libros, como Fahrenheit 451, una novela clásica sobre la censura de los libros en una sociedad futura.Dragón[Cuento. Texto completo.]Ray BradburyLa noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.-¡No, idiota, nos delatarás!-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.-Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...-¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!-¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!-¡Espera, escucha!Los dos hombres se quedaron quietos.Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.-Ah... -el segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?-¡Suficiente, te digo!-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.-Novecientos años después de Navidad.-No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.-Mira... -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá.A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.-¡Pronto!Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.-¡Pasará por aquí!Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.-¡Señor!-Sí; invoquemos su nombre.En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.-¡Dios misericordioso!La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.-¿Viste? -gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!-¿Vas a detenerte?-Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.-Pero atropellamos algo.El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.Una ráfaga de humo dividió la niebla.-Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.FIN CUENTOS DE RAY BRADBURY
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