Femicidios
Gualeguay y Entre Ríos: otra vez la pregunta que nos desvela
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El hallazgo de Daiana Magalí Mendieta, una joven de 22 años cuyo cuerpo fue encontrado en un aljibe de Gobernador Mansilla, sacude otra vez a Entre Ríos y a todo el país. La inmediata conmoción no es sólo por la crueldad del hecho —según la autopsia falleció por un disparo— sino porque interpela de nuevo a nuestras instituciones, a la justicia y a la sociedad sobre por qué las mujeres jóvenes siguen siendo víctimas de violencia letal
Recordamos con rabia y vergüenza al femicidio de Micaela García en Gualeguay, que hace años expuso fallas estructurales —desde decisiones judiciales hasta deficiencias en la prevención— y que obligó a la sociedad argentina a mirarse en un espejo doloroso. Aquel crimen empujó cambios normativos y campañas de sensibilización, pero ¿fueron suficientes? ¿Cambiaron realmente las prácticas institucionales y culturales que permiten que se repitan estas tragedias?
Los datos fríos tampoco dejan lugar a consuelos: los registros oficiales y los observatorios muestran que los femicidios siguen siendo una realidad persistente en el país y en la provincia. Los informes parciales y anuales señalan cifras que evidencian que las políticas públicas aún no alcanzan para prevenir, contener y sancionar con la celeridad necesaria. Mientras la estadística no descienda de forma sostenida y estructural, cada nombre nuevo en la lista será un reclamo vivo para todos.
¿Por qué mujeres jóvenes? Esa pregunta vuelve a repetirse con desgarradora insistencia. Hay varias capas que conviene analizar sin simplificaciones: la cultura de control sobre los cuerpos y las decisiones femeninas; la persistencia de estereotipos que naturalizan la agresividad masculina; fallas en la prevención y protección temprana; y, en ocasiones, vínculos de confianza —o cercanía geográfica— que facilitan el acceso del agresor a la víctima. A esto se suma la sensación —a veces confirmada por la práctica— de que el sistema penal y los dispositivos de intervención demoran, subestiman o no articulan correctamente con políticas sociales que podrían cortar la cadena de violencia antes de que termine en femicidio.
No alcanza con la indignación de un día. Lo que necesitamos es una respuesta integral y sostenida: prevención efectiva en escuelas y barrios, protocolos policiales y judiciales que funcionen a tiempo, acceso garantizado a dispositivos de protección para quienes denuncian, acompañamiento psicológico y social real para las familias y políticas que transformen los imaginarios de género desde la infancia. También se requiere transparencia y velocidad en los procesos judiciales para que la impunidad no anide en la espera.
La sociedad hoy está herida y a la vez dividida entre el hartazgo y la resignación. Hay movimientos —organizaciones feministas, familiares, redes comunitarias— que no bajan el pulgar: gritan, acompañan, proponen leyes y exigen cumplimiento. Pero esa energía social necesita traducirse en reformas que reduzcan la posibilidad de nuevos femicidios. No es sólo pedir justicia para una víctima; es construir condiciones para que la próxima joven no tenga que ser protegida por la memoria de otra.
Interrogantes que debemos convertir en políticas y acciones concretas: ¿Por qué fallan los mecanismos de seguimiento de agresores con antecedentes? ¿Qué brechas existen entre la denuncia y la protección efectiva? ¿Cómo articulamos salud, educación, seguridad y justicia para intervenir antes?
La violencia de género no es un hecho aislado, ni un destino inevitable. Es una construcción social que se puede y se debe desmontar. Por eso, mientras los nombres de Daiana, Micaela, Lara y tantas otras sigan siendo parte de una lista que se alarga, la pregunta seguirá siendo la misma.
El Debate Pregón