Razón crítica
Una luz encendida frente al apagón de la solidaridad estatal
En un contexto nacional marcado por el deterioro de los lazos sociales, el retiro progresivo del Estado y una lógica de gestión pública centrada exclusivamente en la austeridad, la situación de las personas con discapacidad y de las instituciones que las acompañan se ha vuelto alarmante. La emergencia del sector no es nueva, pero ha alcanzado un punto crítico: se combina el desgaste estructural acumulado con una política que, en nombre del equilibrio fiscal, ha desfinanciado aún más un sistema que ya estaba en crisis.
La discapacidad es uno de los campos más sensibles de la política pública. Allí en donde el Estado debería garantizar mayor presencia, mayor cuidado y más inversión, lo que hoy se observa es un vaciamiento progresivo. Y éste tiene consecuencias concretas, mensurables y cotidianas. Los recursos no llegan, los aranceles están congelados, las pensiones pierden poder adquisitivo y las instituciones no pueden sostenerse. Las personas con discapacidad —niños, jóvenes, adultos mayores— son víctimas de un sistema que hoy las desatiende. Pero también lo son sus familias, los profesionales que trabajan con ellas y las comunidades que, a falta de respaldo estatal, intentan sostener lo que no pueden por sí solas.
La crisis económica del sector discapacidad puede desglosarse en distintos niveles. El más visible —y quizás el más urgente— es el congelamiento del Nomenclador Nacional de Prestaciones Básicas. Este nomenclador determina cuánto se paga por cada servicio brindado a personas con discapacidad: atención terapéutica, apoyo escolar, transporte adaptado, actividades recreativas, asistencia psicológica, talleres, entre muchos otros. Desde diciembre de 2024, los valores establecidos no se han actualizado. En un país con una inflación acumulada de más del 100% en lo que va de 2025, esto significa una pérdida real de más del 60% del valor de cada prestación.
A esto se suman los retrasos en los pagos por parte del Estado y de las obras sociales que operan bajo su supervisión. Instituciones de todo el país denuncian demoras de 60 a 180 días en la acreditación de los fondos correspondientes. Es decir, se brindan servicios durante meses sin recibir los ingresos necesarios para cubrir su funcionamiento. No hay empresa, institución inclusiva, de salud, cooperativa ni ONG que pueda sostenerse bajo ese esquema. Se trata de una asfixia presupuestaria que pone en riesgo la continuidad de los servicios y la subsistencia de los espacios que los garantizan.
En paralelo, las pensiones no contributivas por discapacidad, que representan el único ingreso para muchas familias, también han quedado rezagadas frente a la inflación. Su valor se actualiza con los mismos criterios que el resto de las jubilaciones, fórmula que en los últimos años ha perdido consistentemente contra la suba de precios. A esto se suma la incertidumbre generada por las auditorías masivas lanzadas por el Estado sobre 1,8 millones de beneficiarios. Bajo el pretexto de combatir supuestos fraudes, se genera un clima de persecución que estigmatiza a personas con discapacidad como si fueran usurpadoras de un derecho que les corresponde.
Este conjunto de medidas —ausencia de actualización, demoras, auditorías, recortes— configura una emergencia económica integral del sector. Una situación en la que miles de personas corren el riesgo de quedarse sin atención, sin acceso a servicios básicos y, en muchos casos, sin los únicos espacios de inclusión y desarrollo que tienen.
Frente a esta realidad, el proyecto de Ley de Emergencia en Discapacidad que impulsan familias, organizaciones y legisladores de diferentes bloques intenta ser una respuesta inmediata. Su objetivo es garantizar fondos, actualizar aranceles automáticamente por inflación, y establecer un mecanismo de pagos previsible para que las instituciones puedan planificar su actividad y sostener su planta de profesionales. Sin embargo, el proyecto sigue sin ser tratado en el recinto, y desde el Ejecutivo se lo rechaza con el argumento de que implicaría un gasto “insostenible”. Lo que no se dice es que, si se corta la atención a la discapacidad, el costo humano y social será mucho más alto.
Es en este contexto donde el caso de Granja Lucecitas, en nuestra ciudad, se vuelve paradigmático. Fundado hace muchísimos años, este centro de día es mucho más que una institución: es una comunidad histórica y de amplia trayectoria en nuestra localidad que sostiene la vida cotidiana de personas con discapacidad. Allí se ofrecen talleres terapéuticos, actividades recreativas, acompañamiento familiar y atención profesional especializada, en otras cuestiones. Asimismo, se ofrece algo que ningún Estado puede medir en estadísticas: afecto, dignidad, sentido de pertenencia.
Hoy, Granja Lucecitas enfrenta una situación económica límite. Con ingresos congelados y costos básicos qué no dejan de crecer, la institución está al borde del colapso. Muchos profesionales, por ejemplo, siguen trabajando al límite económico. Las familias, autoridades de la institución y los mismos profesionales colaboran como pueden. No obstante, ese esfuerzo colectivo no debería reemplazar el rol del Estado. Porque cuando una institución fundamental como ésta depende de la caridad o la buena voluntad para sobrevivir, lo que se pone en cuestión es la vigencia misma de los derechos.
No se trata solo de números. Se trata de una concepción ética de lo público. De entender que la discapacidad no es una carga, sino una dimensión de la diversidad humana que debe ser respetada, integrada y acompañada. De asumir que hay derechos que no pueden depender del mercado ni de la rentabilidad financiera. Y de reconocer que una sociedad que abandona a sus personas con discapacidad está renunciando a su propia humanidad.
Por eso, este artículo no es solo un llamado de atención. Es también una invitación a reconstruir consensos. Porque frente a la fragmentación social y el repliegue del Estado, lo que nos queda es volver a poner en el centro valores como la solidaridad, el respeto, el compromiso y la empatía. No como eslóganes vacíos, sino como principios rectores de una política pública inclusiva. Porque no hay verdadera justicia sin igualdad de condiciones. Y no hay verdadera democracia sin derechos garantizados.
Gualeguay lo sabe. Por eso debe defender a Granja Lucecitas. Porque entiende que allí no solo se atienden a personas con discapacidad: se construye comunidad. Y porque sabe que cuando una luz se apaga en la oscuridad, no solo pierde quien está cerca. Perdemos todos.
Julián Lazo Stegeman