Razón crítica
Mandriles, ensobrados y basuras mentirosas
Por estos tiempos, el país asiste a una etapa de transición y tensión no sólo marcada por las políticas económicas de reajuste ni por el drástico reordenamiento del Estado y sus funciones, sino también por el tono, el estilo y el tipo de comunicación que el Presidente Javier Milei ha instaurado desde lo más alto del Poder Ejecutivo. Con insultos, descalificaciones, burlas e ironías permanentes, el discurso presidencial ha tomado un cariz confrontativo, que apunta no sólo a quienes son blanco directo de sus ataques —periodistas, legisladores, intelectuales y artistas— sino también a la salud institucional y republicana del país.
Decirle “mandril” a un economista que vocifera una crítica, tildar de “ensobrado” a quien ejerce el periodismo con espíritu crítico o calificar de “basura mentirosa” a voces disidentes no son simplemente expresiones sueltas. Son manifestaciones de una concepción autoritaria del poder, que asocia indistintamente la crítica con la traición, la oposición con el enemigo y la disidencia con la mentira. Estas palabras, lejos de ser anecdóticas, configuran una práctica sistemática que busca disciplinar, acallar y deslegitimar, directa o indirectamente, a quienes no se alinean con el discurso oficial. Y lo más grave: emanan del máximo referente del Estado, cuya palabra institucional debiera inspirar confianza, no temor.
Claro está que el Presidente tiene la responsabilidad de contrarrestar o desmentir aquellas afirmaciones que pudiesen llegar a vejar su figura y/o envestidura, sobre todo si se consideran estos enunciados como perjudiciales al buen debate público. No obstante, cuando estas maneras de expresarse, llevadas al extremo, se convierten en la generalidad de su trato hacia los diversos interlocutores, inclusive para con aquellos que vierten críticas interesantes, ubicadas y constructivas, es momento de reflexionar. Las formas en política importan. Y cuando se ejerce el poder, importan todavía más. La manera en que se dice algo, el tono, el respeto con que se transmite una decisión, la apertura al diálogo o la cerrazón ante el otro, son elementos que constituyen el mensaje en sí mismo. No hay contenido sin forma. Un proyecto político puede ser discutible, pero si se expresa con violencia, con desprecio por el otro, con arrogancia o soberbia, pierde autoridad moral y se transforma en imposición.
Esta idea encuentra una formulación contundente en la célebre frase del teórico canadiense Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”. Lo que McLuhan nos advierte es que no sólo importa QUÉ se dice, sino CÓMO se lo dice, a través de qué canal, con qué estilo, desde qué posición de poder y con qué efectos sobre la percepción pública. En el ámbito de la política, esto implica que las formas de comunicar desde el poder —la agresividad, la teatralidad, el sarcasmo, el uso de redes sociales como escenario permanente de confrontación— terminan configurando el mensaje real, más allá del contenido formal que se intenta transmitir. Cuando el medio es el agravio constante, el mensaje deja de ser una idea y se vuelve una pedagogía del desprecio.
Por eso, fondo y forma no pueden escindirse. Lo que se dice y cómo se dice construyen, en conjunto, la política como acto comunicativo y pedagógico. Y cuando el “cómo” está dominado por el grito, la burla y la humillación, el contenido —aún si fuera defendible— se vuelve tóxico para el sistema democrático.
Este último no es sólo un régimen de elecciones regulares. Es también —y sobre todo— un modo de convivencia entre quienes piensan distinto. Una forma de tramitar los conflictos sin caer en la lógica del enemigo a humillar. En ese marco, la violencia discursiva que se ejerce desde la presidencia representa una amenaza concreta a los principios republicanos. Porque naturaliza la agresión como forma válida de comunicación política, degrada el debate público y envilece la deliberación democrática. Pero, además, configura una pedagogía inversa: enseña a odiar (Milei dijo, por ejemplo, que “la gente no odia lo suficiente a los periodistas”), a gritar, a humillar (en este sentido, es pertinente indagar sobre el significado soez al cual alude la metáfora de “mandriles”). En definitiva, estructura ciudadanos para la confrontación, no para la reflexión.
Frente a esta tendencia preocupante, resulta urgente pensar y proponer una política alternativa que contrarreste ese estilo. No desde la tibieza o la ingenuidad, sino desde una firmeza distinta: la firmeza de las ideas, la coherencia de los programas y la claridad en la comunicación. Una política que haga valer el poder sin apelar a la violencia; que ejerza liderazgo sin necesidad de denigrar al otro; que asuma decisiones difíciles, pero se tome el trabajo de explicarlas, de compartir sus fundamentos, de educar a la ciudadanía pero no desde una posición de “vanguardia iluminada”, sino de par a par.
Esa política alternativa no puede limitarse a la gestión técnica de los asuntos públicos. Debe ser también, profundamente, una política pedagógica. No en el sentido paternalista de quien “enseña” desde arriba, sino en el de quien dialoga con las bases ciudadanas desde la horizontalidad. Una política que sepa traducir lo complejo, que no subestime la inteligencia del pueblo, que apueste a construir sentido común sin imponerlo a fuerza de gritos o slogans. Que no intente “domar” sino convencer, persuadir, argumentar.
Este enfoque no es menor ni decorativo. Es, en realidad, una de las tareas más nobles de la política en contextos de crisis. Porque en tiempos de incertidumbre, cuando los vínculos sociales se tensan y la confianza en las instituciones se resquebraja, es fundamental que el Estado no sólo actúe, sino que también enseñe a pensar juntos, a deliberar, a elegir caminos colectivos sin caer en la lógica del insulto o la revancha. Esa pedagogía de la serenidad —lejos de ser pasividad— es una forma activa de reconstruir el lazo social.
No se trata de proponer una política naíf, desprovista de pasión o sin capacidad de disputar sentidos. Al contrario: se trata de recuperar la pasión democrática, aquella que se nutre del desacuerdo, del conflicto no aniquilador, de la pluralidad. Se trata de confrontar con firmeza las ideas autoritarias, pero sin caer en su mismo barro. Se trata de construir poder popular, pero no desde la humillación del otro, sino desde la empatía, la escucha, la palabra clara y la acción decidida.
Las fuerzas políticas que aspiren a ser alternativa a este modelo actual de liderazgo tienen, entonces, una tarea doble: diseñar programas sólidos, viables, de largo plazo y, a la vez, desplegar una forma de hacer política que sea ejemplar. Que invite al pensamiento crítico, que abra espacios de participación real, que fomente el respeto por el otro, incluso cuando ese otro piensa radicalmente distinto. Porque la violencia desde el poder no sólo daña el presente: también envenena el futuro, enseñando que sólo se gana gritando más fuerte.
Hoy más que nunca necesitamos liderazgos serenos pero firmes. Referentes que entiendan que gobernar no es domesticar, sino construir acuerdos; que comunicar no es escupir bronca, sino tejer sentido. Que el poder no se ejerce desde el resentimiento, sino desde la responsabilidad. Que la palabra no es un arma para herir, sino una herramienta para construir. Y que educar políticamente a una sociedad no es imponer una visión, sino invitar al pensamiento colectivo.
Si la democracia es un pacto de palabras, el discurso violento es su negación más profunda. Por eso, contraponerle una política pedagógica, racional, serena y firme no es un gesto de moderación: es un acto de defensa activa del sistema republicano. Es apostar por una ciudadanía que no se deje arrastrar por los odios, sino que reclame razones, argumentos y respeto. Para aquellos que se han enriquecido a partir del erario público, el peso de la ley, ni más ni menos, porque siempre hay que ser mejor que aquello con lo cual se combate. Y es clave afirmar, sobre todo, que otra forma de hacer política no sólo es posible: es necesaria, urgente y profundamente deseable.
Julián Lazo Stegeman