Pbro. Jorge H. Leiva
Beso que viene rodando
En las primeras décadas del siglo XX, el poeta español Miguel Hernández escribió el poema “La boca” en el que presiente bellamente cómo los labios de los enamorados eran la antesala del corretear de los gurises en los barrios de nuestras aldeas, grandes o pequeñas.
Decía: “Beso que rueda en la sombra/Beso que viene rodando/Desde el primer cementerio Hasta los últimos astros/Beso que va a un porvenir/De muchachas y muchachos/Que no dejarán desiertos/Ni las calles, ni los campos”.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX y en lo que va de nuestro tercer milenio pareciera que los besos están sin ese porvenir y nuestras plazas empiezan a despoblarse de niños. Ya en los años 60, Pablo VI vio con claridad que quitar todo encuadre ético a la intimidad conyugal en relación con la procreación no era para nada bueno.
Transitábamos los años de “la liberación” de tabúes y “mandatos”, años en que alguien proponía que estaba “prohibido prohibir”. Si es propio de los sabios poder prever lo previsible, entonces aquel pontífice fue un verdadero sabio y profeta porque, por ejemplo, información que proviene de la “red” dice que en la querida República del Uruguay la baja fecundidad es alarmante, pues en los últimos diez años se produjo “un hito en la historia demográfica”, ya que “por primera vez, la fecundidad atraviesa el mínimo necesario para el reemplazo poblacional”, señalan las sociólogas consultadas.
También nuestra Nación tiene un déficit poblacional y baja densidad. Además, como es sabido, los organismos de la economía, la finanza y la política quieren que en los países emergentes como los nuestros tengan menos población porque, por ejemplo, conviene que la Argentina, que tiene proteínas, litio y abundante energía no tenga población. Los besos que venían rodando-en el decir de Hernández- han detenido su marcha fecunda.
En el siglo XIX un señor de apellido Malthus puso en el tapete una teoría según la cual el crecimiento de la población nos dejaría sin alimento, es decir, existirían más comensales que comida en la mesa de los habitantes del planeta. Por supuesto, esa teoría llamada “maltusianismo” hizo aflorar toda clase de egoísmos; de tal manera, que muchos por el miedo quisieron reducir el número de comensales en vez de aumentar el número de panes.
En el año 74 en la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) el mismo Pablo VI dijo no sin tristeza e ironía que: “…las naciones han hecho la guerra para apoderarse de las riquezas de los vecinos. Pero ¿no es una nueva forma de guerra imponer una política demográfica limitativa a las naciones, para que éstas no puedan reclamar su justa parte de los bienes de la tierra?”.
Ese sucesor de Pedro comprendió que otros tiempos las guerras eran para conseguir más alimentos y que ahora son para reducir la cantidad de comensales. Es sabido, en efecto, que las organizaciones del poder internacional tienen políticas y propagandas ideológicas para reducir la población: por ejemplo, lo que se ha dado a llamar la “ideología de género”.
Y, lamentablemente, lo están logrando. Es el fenómeno que los obispos de América Latina en 1992 llamaron “Terrorismo demográfico”. Quizá, en el último geriátrico del que escribe esta línea sea un robot el que le lleve la silla de ruedas; sin embargo, en esta columna afirmamos que nada reemplazará a una persona con quien hablar de la primavera mientras la vida se desliza entre blancos pasillos. Pero ya lo dijo el libro del Apocalipsis: al final, el Dragón no puede engullir al hijo de la mujer. Esa es la esperanza de los hijos de Dios. Al final no quedarán desiertos ni las calles ni los campos, como decía el poeta.