Una mirada lingüística sobre un asunto fiscal: déficit y equilibrio.
Hay palabras que no solo nombran las cosas, sino que las ordenan. Son llaves de un sentido colectivo, brújulas del pensamiento político y económico. Entre esas palabras, pocas han cargado con tanto peso simbólico como el concepto de “déficit”. Su historia en la Argentina es, en realidad, la historia de una disputa por el significado mismo de la justicia, del orden y del Estado. No es un simple término técnico, sino un signo ideológico, una forma de mirar el mundo.
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El lingüista ruso, Valentin Vološinov, desde los inicios del siglo XX ya advertía que el signo lingüístico es un terreno de lucha. Cada palabra —decía— es un campo donde distintas clases y proyectos sociales se enfrentan para apropiarse de su sentido. El lenguaje no es el espejo pasivo de la realidad, sino su campo de batalla. En la Argentina contemporánea, esa batalla se libra también sobre la economía, donde los conceptos —emisión, equilibrio, gasto— se han vuelto emblemas de legitimidad política y moral.
El peronismo, en ese teatro de signos, parece haber extraviado una palabra clave: el déficit. Durante mucho tiempo, su variante kirchnerista la despreció o la subestimó, considerándola ajena, técnica, fría, parte del vocabulario de la ortodoxia liberal que siempre colocó la contabilidad por encima de las personas. No obstante, el desprecio también es una forma de entrega: lo que no se disputa, se pierde. Y así, mientras el discurso liberal se reapropiaba del equilibrio fiscal como bandera ética, parte del pensamiento peronista se refugió en la idea de que el déficit es, en esencia, una herramienta del crecimiento, una condición del desarrollo, una demostración de vitalidad estatal.
Sin embargo, la realidad económica —como el lenguaje— no tolera absolutos. La emisión sin orden termina disolviendo la palabra que busca sostener: justicia. Entonces, que hoy se observa es una paradoja: el movimiento político que más profundamente vinculó economía y ética, que hizo del equilibrio entre producción y distribución su núcleo doctrinario, ha permitido que otros definan qué significa gastar, ahorrar o equilibrar. Ha cedido el control del lenguaje que nombra su propio campo de acción.
La Teoría Monetaria Moderna (TMM) ha sido, en este sentido, un nuevo episodio de esa deriva semántica. Surgida en contextos institucionales y monetarios completamente distintos —con economías desarrolladas, monedas de reserva y sistemas financieros sólidos—, su apropiación local fue más simbólica que técnica. En su versión argentina, la TMM fue traducida no como una reflexión sobre la soberanía monetaria, sino como una coartada ideológica para justificar la expansión fiscal sin límite. Así, el déficit dejó de ser un problema a resolver y se transformó en un signo de virtud política, en la demostración de que el Estado “hace”, “invierte”, “está presente”. Pero todo signo, cuando se absolutiza, se vacía. Y el déficit, en tanto símbolo, perdió su densidad histórica: dejó de ser una variable dinámica del equilibrio macroeconómico para convertirse en un emblema identitario.
Desde afuera, lo que se observa no es tanto una disputa de modelos económicos, sino una disputa de lenguajes. El liberalismo oficialista ha convertido el equilibrio fiscal en un relato moralizante: “no gastar más de lo que se tiene” como principio ético universal, como si el Estado fuera una familia y la Nación un hogar que debe ajustar su presupuesto para no caer en el pecado del exceso. Frente a eso, parte del peronismo respondió con otra moral, la del gasto virtuoso, el déficit como símbolo de compromiso con los más vulnerables. Pero en esa dialéctica, ambas partes han perdido la complejidad del pensamiento original: el déficit no es ni vicio ni virtud, sino una herramienta que exige contexto, prudencia y proyecto.
La historia ofrece una referencia ineludible que data de 1952: el Segundo Plan Quinquenal. Allí, el peronismo comprendió que la justicia social no podía sostenerse sobre el desorden económico. Que la expansión debía tener medida. No se trataba de achicar el Estado, sino de fortalecerlo. Pero fortalecerlo implicaba dotarlo de disciplina, de capacidad para proyectar a largo plazo. El equilibrio fiscal, en ese contexto, no era concesión al liberalismo, sino garantía de soberanía: solo quien controla sus cuentas puede planificar su destino.
Aquel plan no renunciaba a los ideales del primero, sino que los consolidaba bajo nuevas condiciones. Si el Primer Plan Quinquenal había sido la expansión del Estado sobre las ruinas del modelo agroexportador, el segundo buscaba institucionalizar esa expansión, dotarla de continuidad. Perón comprendía que el desorden contable podía ser el principio de una nueva dependencia: la de un Estado rehén de su propio déficit, obligado a endeudarse, a subordinar su voluntad a los flujos financieros externos.
El equilibrio, entonces, no era solo fiscal, sino político y moral. Era la forma de asegurar que la justicia social no dependiera del milagro de la coyuntura, sino de la previsibilidad de un proyecto sostenido en el tiempo.
Esa lección parece haberse extraviado en la actual gramática del peronismo. Hoy, sectores internos del movimiento invocan la TMM para sostener que el déficit no importa, que la emisión basta, que el Estado puede crear riqueza simplemente al decretarla. Otros sectores, más cercanos al liberalismo clásico, asumen el discurso del ajuste, casi con vergüenza, como si hablar de equilibrio fuera rendirse al enemigo. Entre ambos extremos, la idea de una política económica integral, realista y humanista, se diluye.
Desde una mirada desapasionada, lo que emerge es un problema de lenguaje. El signo “déficit” ya no pertenece a un solo campo ideológico: flota entre las narrativas enfrentadas como un símbolo huérfano. Vološinov diría que el signo se ha “descentrado”: perdió su referente social claro y se transformó en un significante vacío, susceptible de ser ocupado por cualquier discurso. En la Argentina actual, tanto el oficialismo como parte de la oposición lo llenan de moral, de culpa o de orgullo, pero rara vez de análisis.
El déficit ha dejado de ser una categoría de planificación para convertirse en una categoría de identidad: u a estética identitaria.
La consecuencia política de ese desplazamiento semántico es profunda. Mientras el oficialismo asocia el equilibrio fiscal a la idea de redención —como si la contabilidad pública pudiera purificar la historia nacional—, el peronismo, en buena medida, ha cedido la posibilidad de proponer una ética económica propia. En vez de disputar el significado de la prudencia, la previsibilidad y el orden, ha permitido que esas palabras sean secuestradas por la retórica del mercado. Y sin lenguaje propio, no hay proyecto posible.
El déficit, en la tradición económica argentina, fue siempre un síntoma de tensiones más amplias: entre el Estado y el mercado, entre la producción y el consumo, entre la política y la contabilidad. No obstante, también fue en ciertos momentos una herramienta de emancipación. El problema no es su existencia, sino su sentido. Cuando el déficit financia la expansión productiva, la infraestructura, el empleo, tiene una racionalidad social. Cuando financia la inercia, la inflación, los subsidios o la improvisación, se convierte en carga.
El Segundo Plan Quinquenal lo entendió así: no había contradicción entre crecimiento y orden, entre justicia y disciplina. Había, sí, una necesidad de articularlos en un mismo horizonte de soberanía.
La mirada actual del peronismo, fragmentada entre nostalgias y tecnicismos, ha olvidado esa articulación. Y al hacerlo, ha entregado al adversario no solo una categoría económica, sino una categoría moral. Eso explica parte de su fracaso actual. En la arena pública, quien hoy pronuncia la palabra “equilibrio” suena razonable; quien pronuncia “déficit”, suena anacrónico. Ese desplazamiento del sentido no ocurrió por imposición, sino por abandono.
El signo lingüístico, diría Vološinov, nunca permanece vacío por mucho tiempo: siempre será ocupado por la fuerza que mejor logre dotarlo de sentido histórico.
La pregunta que se abre, entonces, no es sólo económica sino, además, semiótica: ¿puede el peronismo recuperar el signo del déficit y resignificarlo en clave de desarrollo y estabilidad? ¿Puede volver a hablar de equilibrio sin ser acusado de traición a su legado popular? Quizás esa sea la tarea más urgente: volver a pensar la economía como lenguaje moral, como sistema de signos donde cada palabra define una ética pública.
En el fondo, la economía argentina no es solo un conjunto de datos y balances: es una narración. Y como toda narración necesita un tono, una coherencia, un sentido del límite y de la continuidad. El déficit, entendido en esa clave, es una metáfora del exceso, del deseo sin contención. Y el equilibrio, su contracara, no es la renuncia al deseo, sino la posibilidad de sostenerlo.
El Segundo Plan Quinquenal representó ese intento de síntesis: un orden que no anula la justicia, una disciplina que no niega la expansión.
Hoy, mientras el oficialismo reduce la política económica a un dogma contable y parte de la oposición se refugia en la retórica de la emisión infinita, la sociedad queda atrapada en un doble vacío: el de la austeridad sin horizonte y el del gasto sin propósito.
Reapropiarse del lenguaje económico —del signo déficit, del signo equilibrio— sería, para el peronismo, mucho más que una operación técnica: sería un acto de reconstrucción cultural.
En última instancia, todo proyecto político se sostiene en una gramática. Sin palabras propias, solo queda repetir las ajenas.
Y la palabra “déficit”, que alguna vez fue apenas una cifra, hoy se ha vuelto el espejo donde un movimiento observa su propia crisis de sentido: la dificultad para nombrar lo necesario sin caer en la caricatura, para administrar sin perder sensibilidad, para crecer sin volver al desorden.
El lenguaje no se posee: se conquista una y otra vez. El signo es vivo y su vida es la historia misma.
Tal vez, entonces, el desafío no sea elegir entre déficit o equilibrio, sino devolverles a ambos su densidad humana.
Entender que detrás de cada número hay una ética, detrás de cada política una palabra y detrás de cada palabra una lucha por el sentido.
Solo así, quizá, el peronismo pueda recuperar el equilibrio perdido: no sólo el de las cuentas, sino el del lenguaje con el que se piensan a sí mismo.
Julián Lazo Stegeman